¡Lo más insólito que he visto en mi vida! (Luc 7)

Dr. René Krüger

Ustedes no me van a creer lo que les quiero contar. De a ratos, ni yo lo puedo creer. Mejor dicho, no lo pude. Ahora sí lo puedo. Es como si hubiera soñado una cosa rarísima, insólita, totalmente fuera de lo normal. Pero recordando todos los detalles y hablando con la gente que también vivió esa experiencia, tengo que aceptar que no se trató de un sueño, sino de algo real, por más irreal que me haya parecido y que me siga pareciendo.

Bueno, yo vivía en la aldea de Naín. Sería algo exagerado decir “ciudad”, aunque algunos prefieren esa designación. No éramos muchos habitantes, y por lo general la vida transcurría sin mayores alteraciones. Nuestra aldea tenía un pequeño muro de protección, con una puerta principal y algunas salidas menores; pero estoy seguro que ese muro no servía para nada en caso de un ataque serio.

De vez en cuando, algún habitante de Naín iba a Nazaret, y en esa excursión solía ocupar más o menos un día. Desde nuestra aldea podíamos ver el Monte Tabor, la única elevación que producía un poco de distracción en el paisaje que por lo demás es bastante aburrido por esa región. Al este del pueblo, a cierta distancia como corresponde, se hallaba el cementerio con tumbas construidas en la roca. Dicen que otros pueblos tienen otras costumbres funerarias y que no usan ese tipo de tumbas, sino pozos en la tierra; y que algunos romanos queman a sus muertos y guardan la ceniza. ¡Vaya moda rara! Bueno, en nuestro cementerio ya estaba todo preparado…

Pero vayamos por partes. Resultó que el único hijo varón de nuestra vecina falleció imprevistamente. No sé qué edad tenía el muchacho, quizá unos 25 ó 26 años. Era soltero, muy trabajador, sumamente amable con toda la gente y especialmente con su madre. No permitía que le faltara absolutamente nada. Era un hijo ejemplar y un modelo de varón en el pueblo de Dios. Pero una noche dijo que le dolía el corazón, se puso la mano sobre el pecho, lanzó un grito ahogado, se cayó y ahí nomás murió. La madre justo estaba preparando la cena. Imagínense el sobresalto que le produjo este suceso tan trágico. Con un grito desesperante ella cayó sobre el hijo muerto, lo sacudía como para despertarlo; y sus gritos de espanto angustioso convocaron de inmediato a todo el pueblo. Reinaba una confusión total, porque ya se había puesto el sol y nadie estaba preparado para esta situación.

No voy a contarles todas las escenas de dolor que se producían a medida que llegaba la gente a la casa de la viuda. En cierta manera, se repetía lo que había pasado pocos años atrás, cuando había fallecido también así imprevistamente el esposo. Pero ahora la situación era casi peor, pues la muerte se había llevado todo el sostén de la viuda.

Durante toda la noche, ella reclamaba constantemente respuestas a Dios; y todos estábamos de acuerdo con sus preguntas, pero nadie pudo intentar siquiera una débil respuesta. Incluso se nos acabaron las palabras de consuelo, porque la situación era por demás trágica. Formábamos una masa compacta de duelo, llanto, dolor, desesperación, luto, preguntas sin respuestas y reclamos sin soluciones.

Finalmente algunos hombres, movidos por la intención de ayudar o quizá simplemente porque no aguantaban más ese pegote de dolor y lágrimas, planificaron el sepelio. Es lo que debían hacer, porque así lo manda nuestra Ley. Pero antes el muerto tuvo que ser lavado, ungido y envuelto en un lienzo, y recién entonces estaba todo listo para que lo pudiéramos sepultar.

A la mañana siguiente estaba todo preparado. La tumba esperaba al fallecido; los amigos del joven habían preparado el féretro, una especie de camilla abierta transportada por cuatro personas y formada por un marco con una tabla sobre la que se coloca el finado para llevarlo a su tumba. Les explico esto porque sé que ahora los féretros se construyen de otra manera.

Lentamente el cortejo se puso en movimiento. Cuatro jóvenes llevaban el féretro abierto con el muerto; delante de éste caminaba muy lentamente la madre, sostenida por varias mujeres que prácticamente la tenían que arrastrar, porque sus fuerzas la habían abandonado casi por completo. A ambos lados y detrás del féretro iban todos los demás. El dolor nos aplastaba a todos por igual, y más de uno daba rienda suelta a sus sentimientos y lloraba con todas sus fuerzas.

Justo cuando salíamos de la puerta de nuestra aldea, nos topamos con otro grupo que – como después nos contaron – venía de Capernaúm, y que habían estado caminando toda la noche. Encabezaba el grupo uno al que algunos decían Rabí y otros, Señor. Tenía a su alrededor un grupo aparentemente de más confianza, porque venían hablando con él; y detrás venía otro grupo mayor. No sé cuántos eran en total, quizá cuarenta o cincuenta personas entre hombres y mujeres. También había algunas criaturas, pero no las conté.

A unos treinta pasos de la puerta de Naín – nosotros justo salíamos – el jefe del otro grupo se detuvo, y con él, también sus acompañantes. Todos quedaron en profundo silencio. Primero pensé que se trataba de la actitud normal que asumimos todos cuando pasa una procesión funeraria: uno deja todo lo que está haciendo y se agrega a la procesión, compartiendo el dolor y apoyando de esta manera a los deudos en su situación. Y aquí la situación era peor: era extremadamente trágico que este único hijo de la viuda muriera antes que ella, pues ella no tenía ni parientes ni riquezas, de manera que quedaba en la miseria, dependiendo totalmente de la caridad del pueblo. En una ciudad más organizada, también está mejor organizada la caridad para los pobres; pero en una aldea pequeña, de por sí ya llena de gente pobre, ¿qué se puede esperar? Así que la situación realmente era desesperante.

Pero el grupo procedente de Capernaúm o por lo menos su jefe no tenía intenciones de agregarse a nuestra procesión camino al cementerio. Al contrario. Luego de observar durante un instante a la viuda – se le notaba en el rostro que sentía un gran dolor por su situación –, le dijo algo muy extraño, que en un primer momento me pareció una gravísima ofensa. Le dijo: “No llores”. Nunca había escuchado algo tan atrevido e irrespetuoso. ¿Cómo se le puede decir eso a una persona que se halla en una situación tan trágica? ¿Quién era él como para prohibirle a la pobre mujer expresar su dolor? ¿No tenía madre él? Es más: ¿No tenía sentimientos?

¡Vaya susto! Toda la gente quedó boquiabierta. Pero el extraño Rabí no se contentó con eso. Se acercó y tocó el féretro, con total desprecio de las disposiciones de nuestra Ley, pues allí dice que el que tocare cadáver de cualquier persona será inmundo siete días (Números 19,11). ¿Se creía Dios ese hombre, de manera que la impureza no lo afectaría? Eso linda con blasfemia, porque sólo de los más cercanos al difundo se podía esperar que se expusieran a esta impureza ritual. No podía creer que el hombre ignorara las leyes sobre la pureza y lo que significaba un cadáver.

Pero aparentemente logró lo que quería, porque los cuatro que llevaban el féretro se detuvieron. Luego de la palabra desconsiderada a la viuda, esto empeoró la cosa, pues interrumpir una procesión fúnebre era una intromisión flagrante en algo sagrado. Era lisa y llanamente una ofensa a las disposiciones de la Ley y a las costumbres ancestrales. Eso no se hace.

Pero la osadía del Rabí no tenía límites. ¡Le habló al muerto! Con los muertos no se habla. Peor aún: ¡Le dio una orden! ¿Saben lo que le dijo? “Joven, a ti te digo, ¡levántate!” Todos nos quedamos paralizados de pavor. El aire parecía estallar de silencio, y hasta los pájaros enmudecieron. A lo lejos se escuchaban balar unas ovejas. Todo lo demás era mudez total.

Cuando algunos ancianos se agacharon para tomar unas piedras para comenzar a lapidar al Rabí por lo que consideraban una máxima blasfemia, el muerto se incorporó sobre el féretro abierto, miró estupefacto a su alrededor, y luego comenzó a hablar. Los hombres que lo llevaban casi dejaron caer el féretro.

Jamás habíamos visto semejante cosa. Un escalofrío recorrió a todos los presentes, un ahogado grito colectivo rompió la afonía, y una anciana se cayó desmayada porque – así nos dijo después – pensó que había llegado el Mesías o el Día del Señor, y la pobre no estaba preparada para ello.

Como si esto fuera algo de todos los días, el Rabí – después nos enteramos que se llamaba Yehoshua (los griegos le decían “Jesús”) – tomó al joven de la mano, le ayudó a pararse en el suelo y se lo dio a la madre. La pobre y feliz mujer lloraba y se reía a la vez, abrazando a su hijo que había vuelto de la muerte a la vida por obra del Rabí que de casualidad había llegado a nuestra aldea.

¡No se imaginan lo que pasó entonces! Decir "tumulto", "alboroto", "griterío", "clamor" es poco. Todos gritaban a la vez. Alguien comenzó a bailar, algunas personas cantaban, muchos rezaban con las manos bien en alto, varios abrazaron al Rabí, todas las jóvenes saludaban al revivido, las ancianas felicitaban a la madre, y las criaturas formaron una ronda en torno al grupo y comenzaron a cantar una de esas canciones que suelen cantar en las fiestas.

Sentíamos una mezcla de miedo y agradecimiento, terror y gozo, pavor y alabanza, estremecimiento y éxtasis. Sabíamos que aquí había actuado el Altísimo, alabado sea su Nombre. Muchos dimos gloria a Dios. Un anciano recordó en seguida las antiguas historias de Elías y Eliseo, que también habían levantado a muertos. Todos conocíamos esas historias, pero nadie creía que esas cosas podían pasar hoy día. Otro anciano dijo con voz muy solemne y decidida: “Un gran profeta se ha levantado entre nosotros” (después el Rabí nos contó que se había criado en Nazaret, aunque había nacido en Belén; así que lo consideramos un vecino y realmente uno de entre nosotros); y una mujer gritó con toda su fuerza: “El Altísimo ha visitado a su pueblo”. Y no era una visita para ver cómo andaba Marta o Samuel y luego volver a despedirse. Era una visita de esas que nos mencionan los libros de la Ley: una intervención del Altísimo a favor de sus hijas e hijos débiles, desprotegidos, enfermos, desconsolados, oprimidos por los violentos, explotados por los enemigos del pueblo de Dios, perseguidos y cargados con tantos males…

Invitamos al Rabí a quedar con nosotros en Naín. Así lo hizo, por lo menos por unos días, juntamente con todo el grupo que lo acompañaba. Nos habló del Reino de Dios y de su misión, curó a varios enfermos y conversó con algunas personas que tenían problemas particulares. Yo soy una de éstas; y les pido que me disculpen si no les puedo contar todo lo que me dijo – sólo les confieso que reorientó mi vida, que había sido un poco desastrosa hasta ese momento. Todos nos sentíamos comprendidos por él como nunca antes por una persona.

En algún momento, alguien planteó la posibilidad de que el Rabí era Elías, que debía volver a su pueblo antes de la venida del Mesías. Pero nos pareció que la cosa no pasaba por allí. Entonces comenzamos a plantear que la anciana, que se había desmayado por creer que había llegado el Mesías, quizá haya estado en lo correcto. Y de inmediato se armó una interesante discusión sobre el carácter y la obra del Mesías. El Rabí escuchaba todo esto en silencio, y casi no intervino en la discusión.

A eso se agregó lo siguiente. La noticia de lo que había pasado con el joven corrió inmediatamente como reguero de pólvora por todas las aldeas vecinas y de allí también a Jerusalén. En una ciudad, no me acuerdo cuál, la historia llegó a los oídos de unos seguidores de un tal Yojanán. Este hombre se había hecho famoso un tiempito atrás porque exigía arrepentimiento a todo el pueblo y bautizaba en el Río Jordán para perdonar pecados, algo que, digamos, estaba reservado a Dios. También había tenido un bruto conflicto con Herodes porque criticó públicamente la vida licenciosa del rey. Bien, a los pocos días ese tal Yojanán mandó a dos de sus alumnos a entrevistar a nuestro Rabí – mientras tanto ya lo considerábamos nuestro – y a preguntarle si él era el que había de venir o si había que esperar a otro. Se refería por supuesto al Mesías, que tanta gente esperaba ansiosamente. ¿Saben lo que les dijo nuestro Rabí? Ese día justo estaba sanando a unos cuantos enfermos que habían venido de las aldeas vecinas; y como quien no quiere hacerse propaganda a sí mismo, el Rabí simplemente les dijo a los emisarios: “Vayan, háganle saber a su maestro lo que han visto y oído aquí en este mismo lugar: los ciegos ven, los rengos andan, los leprosos son sanados, los sordos oyen, los muertos son resucitados (y aquí señaló al joven de nuestra aldea), y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí.” Así de simple – pero con estas palabras les había dado todo un resumen de lo que estaba haciendo por su pueblo enfermo, pobre, maltratado y abandonado por sus líderes. Que Yojanán decida por su propia cuenta si estaba ante el Mesías o no. Y después nuestro Rabí nos habló muy bien de Yojanán, al que muchos llamaban “El Bautizador”.

Esa respuesta dada a los alumnos del Bautista nos dio muchísimo de pensar. Seguimos conversando con nuestro Rabí; y salimos convencidos de que en él, en su persona, su obra, su amor, su mirada, sus palabras tan decididas, obraba Dios. Claro, había algunos tipos (es una vergüenza que se trataba de maestros de nuestro pueblo) que decían que el Rabí hacía todo eso con la fuerza del maligno; pero allá ellos. El maligno sólo puede destruir la vida; nosotros en cambio vimos y experimentamos que el Rabí de Nazaret defendía, protegía y reconstruía la vida de las personas en todos sus órdenes y formas. Tenía poder, realmente pleno poder. Claro, su estilo no se ajustaba a lo que muchos esperaban del Mesías como Hijo de David; pero hay que reconocer que en esta época cada cual se hace su propia idea de cómo debe ser el Mesías; y seguro que el Mesías no podrá – ni querrá – conformar a todos.

Yo sé que eso es cuestión de fe. No puedo demostrarles ni discutir esas cuestiones como lo suelen hacer algunos maestros; sólo puedo darles mi testimonio de los cambios que obró el Rabí en nosotros. Quizá no tan dramáticos como en aquel joven muerto que volvió a la vida, pero no menos efectivos, pues ese encuentro nos marcó a todos para siempre. Y no sólo a nosotros, sino a muchas personas más a lo largo de los años.

Y todo lo demás que pasó con nuestro Rabí – su viaje a Jerusalén, su muerte, su resurrección – bueno, ustedes conocen esta historia, porque también creen y saben que nuestro Rabí es el Mesías.

PD: Permítanme agregar algo. Yo me había mudado primero a Damasco y luego a Antioquía, y en ambos lugares pude servir a la iglesia local como maestro y catequista, y muchos me consultaban asiduamente y me pedían que les contara todo lo que sabía sobre el Mesías. Unos cuantos años después de este episodio, recibimos una copia del libro que había escrito Lucas, un colaborador del bienaventurado Apóstol Pablo. Ya teníamos los libros similares de un tal Marcos y de Mateo y los leíamos con frecuencia en nuestros cultos. Pero no decían nada sobre la historia que acabo de contarles. Para muy grata sorpresa mía, encontré el episodio de Naín en el libro de Lucas; y debo decir que el autor logró una excelente presentación de aquel evento que cambió mi vida. Lástima que su relato es bastante breve; pero quizá sea mejor así. Les invito a leer esa historia en el libro de Lucas. Y si de algo pueden estar seguros, es del hecho de que el Rabí de Nazaret, nuestro Mesías, sigue obrando hoy con el mismo poder como aquella mañanaen Naín. ¡Pruébenlo!

Jonatán ben Samuel


René Krüger es pastor de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata, Argentina. Es Doctor en Teología con especialidad en el campo de Biblia por el Instituto Universitario ISEDET, Argentina, y por la Universidad Libre de Amsterdam, Holanda. Es profesor titular del departamento de Biblia del ISEDET y profesor invitado en varias universidades de Europa y América Latina. Es autor de varios libros en el campo.

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