"Os ha nacido hoy... una niña"

(sobre Lc 2:11-12)

Juan José Barreda Toscano

La hora del parto ha llegado. Lo sabe Miriam que siente el vientre como una piedra, las punzadas en su espalda la matan de dolor. Es pequeña, apenas ha aprendido a convivir con los inconvenientes del período de las mujeres y ahora esto del parto. La joven no se atreve a mirar a su marido porque no quiere incomodarlo, pero aun el pudor no es suficiente para evitar algunos gemidos de dolor. José la mira preocupado pero sin mutar. Ya conoce esa situación y no es que le falten ganas de ayudarla, es que cree que dichos dolores tienen un origen divino que no debe impedir.

-¿Te parece que ha llegado el momento? Le pregunta José.

-¡¡Me duele mucho!! -Le grita Miriam-

El tono de voz le molesta a José que no acostumbra permitir a su mujer hablarle de esta manera. Pero no le dice nada porque advierte que en situaciones de semejante dolor no hay precepto divino ni siglos de sumisión suficientes que ayuden a guardar la cordura. Con la preocupación de alguien que espera un hijo varón, piensa también en la salud de Miriam a quien empieza a amar. Entonces le pide a su hija que la acompañe por unos momentos porque irá en busca de una partera que ayude a Miriam.

Como hombre justo no debe tener contacto con una mujer en condiciones de tal impureza, ciertos fluidos han comenzado a salir del interior de Miriam. Por orden de su padre, Salomé acompaña a Miriam en la pequeña cueva donde todavía pueden sentirse los olores de los animales que la habitan usualmente. Pero ambas jóvenes, casi de la misma edad, están familiarizadas con tales aromas. Como muchas otras jovencitas -o debiera decir "niñas"-, tienen como responsabilidades de cuidar algún pequeño rebaño o el par de ovejas que posee la familia.

Miriam, ahora a solas con Salomé, se anima a expresar su dolor con gemidos más fuertes. No han tenido tiempo para conocerse, pero Salomé tiene un gesto de cariño y le pone a Miriam un paño de agua en la frente, la sostiene de la mano y Miriam la aprieta con la llegada de una nueva contracción. Un breve alivio le permite a Miriam mencionar el nombre de Adonai a quien pide ayuda para cumplir con el deber de traer a este bebé al mundo. Anhela en su corazón honrar a su esposo y con ello lograr el respeto de toda la familia de José como una mujer bendecida. Salomé sabe de esto, y a través de Miriam espera que pronto le llegue la hora de ser sometida al matrimonio y procrear hijos.

Jacobo, el hijo mayor de José, acompaña a su padre porque no quiere oír los gemidos de Miriam. José, el hermano menor, que tiene el mismo nombre que su padre, se distancia de la cueva porque no cree apropiado estar cerca a la mujer de su padre en tales condiciones. Todavía es difícil para ellos incorporar en la familia a una joven de su misma edad como esposa de su padre. Si bien es cierto no esperan mucho de ella, todavía es la esposa de su padre; y muy posiblemente la presencia de su hijo, su nuevo hermano, apresurará las decisiones de los hijos mayores a adquirir una mujer como esposa porque todo será más complicado en adelante.

José busca al mesonero al que antes pidió ayuda. Esta vez espera encontrar una mejor respuesta de su parte. En sueños un ángel le dijo que siga con Miriam porque su embarazo era fruto del obrar del Espíritu Santo y que la criatura que esperaba salvaría al pueblo de sus pecados. Ahora, llegado el momento del parto, José recuerda esta visión y desea que Dios lo ayude a encontrar una partera, tanto por Miriam como para evitarle darle la carga a su pequeña hija de cargar con la tarea del parto a riesgo de perder a su hijo. En otras circunstancias la ayuda en el parto la hubiera realizado una madre mayor de la familia; pero ellos están lejos, y no se conocen aún con los familiares lejanos que tiene en Belén. José y su familia son forasteros de Galilea, y dicha procedencia no es de las mejor catalogadas en el sur.

El mesonero vuelve a atender a José. Hasta ahí llega su cortesía, no tiene mayor interés en ayudarlo en resolver un problema de mujeres. Con todo, su esposa interviene en la charla y se ofrece a ayudarlos sin que su esposo haya dado siquiera autorización para que hable. Quizás -piensa José- es Dios quien moviliza tal intrepidez, y aunque debería de sentirse ofendido él mismo por tal acción indecorosa, prefiere ver la gracia divina detrás de la misma. José permanece sin quitarle la mirada al mesonero ignorando la propuesta de la esposa, pero el mesonero acepta y se retira. La mujer toma algunos jarrones y cuando piensa dirigirse a llenarlos de agua, José tiene la cortesía de ordenarle a Jacobo que lo haga. Entonces la señora va en busca de unos ungüentos y unas mantas que ayuden en el trabajo de parto y cuiden del bebé.

Esta mujer ya ha visto antes a toda la familia y supone que no tendrán mucho para los cuidados de Miriam. No se trata de cualquier tarea la que viene, en el regazo de esta mujer, en pleno parto, han quedado dormidas para no despertar más jovencitas de las que podemos imaginar. Las cosas son así, el nacimiento de más de un hijo significó la vida de su propia madre. Por cierto, el nombre de esta mujer es Raquel.

Miriam está tirada sobre unas esteras de palmas cubiertas con piel de oveja negra. Siente su visión oscurecerse, quizás por el dolor, quizás porque a través de una diminuta abertura ve desvanecerse, como fatigada, la luz del sol. Apenas higienizada, el frío comienza a hacerse presente pero la anima el hecho de ser madre, porque según lo cree, será una mujer completa al darle un descendiente varón a su esposo, el primogénito para ella. Salomé observa detenidamente toda esta escena y sabe que en pocos años estará pasando por lo mismo, le pide a Dios que le conceda también tener un varón.

Aunque se habló muy poco del tema -porque así debe de ser cuando se trata de una epifanía-, la familia tiene grandes expectativas del varoncito que el ángel anunció. Como todo hombre, piensa Salomé, al crecer será un hombre fuerte y honorable. Miriam lo imagina determinado en sus decisiones y capaz de liderar al pueblo. Y es que Dios los ha creado así -piensan para sí-, y es por ello que vendrá la salvación de los hombres.

Como corresponde, José acompaña a la esposa del mesonero hasta unos metros antes de la cueva y deja que las mujeres atiendan sus asuntos. Jacobo ha tenido que llegar más cerca por los jarrones de agua. El lugar estaba ya oscuro y el pesebre aún más. Entonces se ofrece a encender las lámparas pero la esposa del mesonero le dirige una mirada que le muestra lo inapropiado de su presencia en el lugar. Salomé se ofrece a hacerlo y Jacobo sale del lugar agradeciendo a Dios por ser hombre. José escucha los gritos de dolor de Miriam, y le viene a la mente el cometido del hijo que viene: "salvará al pueblo de sus pecados". "¿Cómo será esto?" -piensa José- Toda vinculación con su ascendencia davídica es tan ambigua que casi ni la recuerda. No le ha valido de nada a ninguno de sus ancestros conocidos. "No soy más que un carpintero sin ninguna experiencia militar, ¿cómo será mi hijo un salvador? Ni siquiera he podido darle a mi hijo un lugar digno para su nacimiento..."

Otro grito le advierte que el trabajo de parto ha empezado. José ya ha tenido cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. En el último parto la madre de sus hijos murió. Fue un profundo dolor para él, pero lo aceptó como lo hace un fiel israelita, porque en las manos de Dios está la vida y la muerte. Estos pensamientos silencian por un momento el oído externo de José y lo trasportan a lugares que no visitaba hacía mucho. Pero nuevos gemidos conducen su mirada hacia aquella cueva en la que se encuentra Miriam pariendo su hijo. Los gritos son cada vez más fuertes por lo que advierte que el bebé está por salir.

Dentro de la cueva Miriam está en cuclillas y es sostenida por Salomé que debe de hacer un gran esfuerzo para seguir sosteniéndola. Atrás van quedando para ella los juegos en el campo, las risas desprejuiciadas y otras libertades de la infancia, la permisividad de sus hermanos y los privilegios de su padre por ser la mujer de la casa. Ese parto está cambiando la visión del mundo de Salomé pues ahora sabe que en muchas manera su vida como mujer será cuestión de no dejarse morir.

Raquel ora a Adonai entregándole esta nueva vida y le pide también por la vida de Miriam. Por alguna razón Raquel pareciera saber que la criatura que está por nacer será especial. Miriam sigue pujando, Salomé sigue tomándola por la espalda rodeando el pecho de la mujer de su padre con sus brazos, la sostiene tan fuertemente que se siente una con Miriam:

-¡Sigue mujer que viene! ¡sigue! -Le dice Raquel-

Miriam apenas si puede oír la voz de esta mujer frente a ella de la que ni siquiera conoce el nombre. Se ha encomendado a ella por obediencia a su marido, y no soporta más los dolores. En su oración, la joven parturienta le había dicho al ángel que Adonai podía hacer con ella lo que quisiera. Las cosas se habían dado de tal manera que todo su espíritu de entrega estaba a prueba. Por su parte, la oración de Raquel se convirtió en una melodía cual ángeles dándole la gloria al Señor. Interrumpe y le guita:

-¡Empuja! ¡Empuja!

Un ardor en su parte íntima señala a Miriam que la cabeza de la criatura empezó a salir. Las mantas apenas alcanzan para limpiar los fluidos que caen. Nuevamente Miriam oye que le gritan:

-¡Empuja! Empuja!

José oye el grito y entiende que el parto está avanzado, pero no se acerca. Se aferra al suelo y queda allí sentado mirando al cielo. Las estrellas han surgido y se enseñorean de la noche. José conoce la situación de espera, ¿acaso debía de ser distinta esta vez? Si pensó que sería diferente, ahora ya sabe que no lo es. El largo viaje, la pobreza, el pesebre, la situación de injusticia, la ausencia de la familia, todo lo sorprende porque no pensó que viviría este momento con tantas adversidades. Su hijo José, a unos metros más allá, sigue sentado al lado de su hermana Lisia. El padre les ordena ir a buscar más agua, no porque la necesiten sino porque los quiere lejos de la escena. En eso Jacobo se acerca y le advierte que no se oyen más gritos. Pero tampoco escuchan el llanto del bebé. José guarda silencio absoluto y sólo escucha sus propios latidos que se intensifican. Entonces viene el llanto esperado. Es débil inicialmente y luego más fuerte. José abraza a Jacob que necesita saber que seguirá existiendo esa relación especial entre ambos. Juntos se acercan a la entrada del pesebre esperando que las mujeres limpien el lugar y que preparen al niño para mostrárselo al padre. Pero tardan, tardan más de lo esperado y vienen al corazón de José viejos fantasmas. Entonces se asoma Salomé y le dice a su padre que ambas están bien... Él la nota rara.

A su entrada, José puede ver a Miriam tendida sobre la estera. Raquel está sentada a los pies de la nueva madre y los acaricia queriendo calmar su dolor. Las iluminación es pobre, José no ve a la criatura sino hasta avanzar y pararse al lado de su esposa. La bella criatura está al lado de su madre enrollada en mantos livianos. Raquel decide salir de la escena, lo hace terminándose de llevar las últimas mantas usadas en el parto, y curiosamente lleva consigo una de las lámparas encendidas -quien sabe si lo ha advertido, pero deja el lugar aún más a oscuras-

Miriam acaricia a la criatura con ternura sin dirigirle la mirada a José. Éste lo atribuye a su piadosa vergüenza en vista a su condición de impureza. Después de unos segundos José se agacha y alza a la criatura. Miriam quiere decirle algo pero no lo hace. José le pide que descanse, pero no es cansancio lo que la traba, luego eleva una oración a Adonai dándole gracias por tener un varón y que este sea quien traiga la salvación a su pueblo. La honra que este bebé trae a su familia es tan grande que no le cabe en todo el recuento de su vida que parece transitar minuciosamente en unos pocos segundos. Se pone en cuclillas frente a Miriam y cuando se dispone a dejar a su hijo a su lado, ella le dice:

-No es un varón, es mujer.

José no le presta atención, y pone a la criatura al lado de su madre. Entonces Miriam mirando a su bebé le vuelve a decir tímidamente:

-No es un varón, es mujer.

José fija su mirada en Miriam queriendo entender por qué le dice tal cosa. Qué la lleva a decirle eso siendo que acaba de ver al bebé... Miriam le vuelve a decir:

-Mi señor: No es un niño, es una niña.

Esta vez José entiende pero no comprende. No es la oscuridad porque esta no hace estos juegos. Quizás por el cansancio Miriam ha confundido las palabras. José tiene dos hijas a las que cría como corresponde; pero este debería de ser un niño según le dijo el ángel en sueños. No puede ocultar su decepción. Miriam permanece con los ojos fijos en su niña y la acaricia como queriendo compensar algún tipo de rechazo.

Impertinentemente, afuera, los chicos alzan la voz para indicarle a José que Raquel se va, entonces éste decide dejarle la criatura a Miriam. No constata que se trate de una niña. No quiere hacerlo porque hay algo de ira en su corazón. Entonces se acerca a la salida y llama a Salomé para que entre a hacer compañía a Miriam, pero Salomé no está afuera. Ella ha estado todo el tiempo a un lado y él no lo había notado. Entre las penumbras José advierte tal situación y lo incomoda. Al querer dirigirse a su hija observa una mirada de tristeza, acaso, por testimoniar la decepción con la con la que su padre debió recibirla al nacer...

José sale. Sus hijos no le preguntan nada, esperan que el padre tome la iniciativa, pero él no les dirige la palabra y se distancia del pesebre... Se sienta unos segundos, luego se levanta y se aleja un poco más hasta sentirse solo.

Miriam abraza como puede a su hija, y con lágrimas en los ojos procesa la lluvia de imágenes que atraviesan su vientre y su corazón: los rostros lapidarios del pueblo, la conversación con sus padres ante la noticia del embarazo, la confesión a José y sus dudas, el horrible viaje a Belén, pero todo parece detenerse en el encuentro con el ángel... La sensación que tuvo frente a este ser, el peso de su voz, la angustia y posterior paz tras la noticia recibida. Su corazón comienza a latir más fuertemente cuando piensa en su respuesta al ángel pasan lentamente con colores, olores y sensaciones que la conmueven. La bebé parece sentir el corazón turbado de su joven madre y se mueve. Miriam prefiere focalizarse ahora en la vida que está en sus brazos. La mira, y a pesar de la poca luz, no se pierde ni un detalle de ella.

-¿Qué sueño fue ese? -piensa José-

Las preguntas de José responden a su sentido de justicia. Miriam le ha mostrado respeto y devoción. La duda sobre su propio sueño le hace cuestionar también la visión que tuvo Miriam en la que un ángel le habló del nacimiento de quien salvaría a Israel.

-¿Puede haberse equivocado el ángel? Pero ¿En ambos casos? -Se pregunta buscando alternativas, sin pasarle ni remotamente la idea que la salvación podría venir de una niña.

Ahora ve pasar unos pastores y pastoras hacia el pesebre y José se levanta como si fuera uno más de ellos. Los pastores preguntan por la criatura que acaba de nacer. Salomé, que ha salido del lugar, le dice que se trata de una niña y que reposa con su madre. Entonces, las mujeres entran a verlas y le dan una señal de reverencia contándoles que ángeles del cielo acaban de proclamar su nacimiento. Miriam no entiende lo que sucede. Lo cierto es que otra vez pareciera que la gracia de Dios la acompaña. La mujeres le desean lo mejor y agradecen a Dios el nacimiento de su hija. Es sorprendente, pero ninguna de ellas cuestiona el hecho que no sea un varón. Luego, salen del lugar y cuentan a los varones sobre la niña y su madre, y todos vuelven juntos alabando a Adonai mientras José permanece parado cerca del pesebre sin decir palabra alguna.

José no entiende cómo es que las cosas pueden presentarse de modo tan distinto a como las interpreta. A menudo se dice estar abiertos al obrar de Dios pero esto no sucede cuando las cosas no son como se quieren. Sí, está bien decir "querer", porque siempre hay posibilidades de vivir los cambios, sobre todo cuando se cree en un Dios que obra en nuestras vidas, que actúa en lo más profundo de nuestro ser y desde afuera, como un Otro. Las cosas pueden ser diferentes pero buscar en lo más íntimo lo mismo.

José, que ha observado todo esto, deja correr la noche en diálogo con las estrellas. Recién en la mañana entra al pesebre, y en un último gesto de duda sobre la capacidad de las mujeres aún para determinar el sexo de su bebé, la carga ver su sexo. Mientras la toma y le saca las mantas advierte que la niña tiene el cabello oscuro como el suyo y que su tez es trigueña como la suya. Está muy arropada, pero igual la sigue desenvolviendo. Miriam, que se ha despertado, no hace comentario alguno pero siente dolor. No dice nada, no debe incomodar a su esposo. Descubierto el cuerpito, José constata que no es un varón. La criatura se mueve como reclamando su humanidad. Seguramente que es por el frío, pero José lo interpreta como una señal de pudor y la vuelve a envolver.

Vuelve a mirar a Miriam y observa sus lágrimas pero también su sumisión. Entonces se sienta a su lado, al lado de las dos mujeres, y decide dentro de él dejar de cavilar tantas cosas. No se atreve a decirlo para afuera, pero ya dentro de su corazón empieza a orar:

-Elohei Adonai, tuyo es el reino, el poder y la gloria. Tus caminos no son nuestros caminos. Que sea como tú desees...

Una niña los guiará, una mujer liderará al pueblo hacia Dios. No todo está pensado, mucho menos programado. La esperanza recién comienza con la conversión de esta joven familia. Miriam vuelve a sollozar porque espera algo bueno de todo esto. José, ahora justo, "guarda todas estas cosas en su corazón".

Juan José Barreda es peruano, pastor de la Iglesia Evangélica Bautista de Constitución en Buenos Aires (iglesia miembro de la Red del Camino). Tras hacer una Maestría en el Seminario Internacional Teológico Bautista de Buenos Aires, hizo su doctorado en el campo de Biblia en el Instituto Universitario ISEDET. Actualmente es Secretario de Publicaciones de la Fraternidad Teológica Latinoamericana y Coordinador de Bíblica Virtual.








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¡Lo más insólito que he visto en mi vida! (Luc 7)

Dr. René Krüger

Ustedes no me van a creer lo que les quiero contar. De a ratos, ni yo lo puedo creer. Mejor dicho, no lo pude. Ahora sí lo puedo. Es como si hubiera soñado una cosa rarísima, insólita, totalmente fuera de lo normal. Pero recordando todos los detalles y hablando con la gente que también vivió esa experiencia, tengo que aceptar que no se trató de un sueño, sino de algo real, por más irreal que me haya parecido y que me siga pareciendo.

Bueno, yo vivía en la aldea de Naín. Sería algo exagerado decir “ciudad”, aunque algunos prefieren esa designación. No éramos muchos habitantes, y por lo general la vida transcurría sin mayores alteraciones. Nuestra aldea tenía un pequeño muro de protección, con una puerta principal y algunas salidas menores; pero estoy seguro que ese muro no servía para nada en caso de un ataque serio.

De vez en cuando, algún habitante de Naín iba a Nazaret, y en esa excursión solía ocupar más o menos un día. Desde nuestra aldea podíamos ver el Monte Tabor, la única elevación que producía un poco de distracción en el paisaje que por lo demás es bastante aburrido por esa región. Al este del pueblo, a cierta distancia como corresponde, se hallaba el cementerio con tumbas construidas en la roca. Dicen que otros pueblos tienen otras costumbres funerarias y que no usan ese tipo de tumbas, sino pozos en la tierra; y que algunos romanos queman a sus muertos y guardan la ceniza. ¡Vaya moda rara! Bueno, en nuestro cementerio ya estaba todo preparado…

Pero vayamos por partes. Resultó que el único hijo varón de nuestra vecina falleció imprevistamente. No sé qué edad tenía el muchacho, quizá unos 25 ó 26 años. Era soltero, muy trabajador, sumamente amable con toda la gente y especialmente con su madre. No permitía que le faltara absolutamente nada. Era un hijo ejemplar y un modelo de varón en el pueblo de Dios. Pero una noche dijo que le dolía el corazón, se puso la mano sobre el pecho, lanzó un grito ahogado, se cayó y ahí nomás murió. La madre justo estaba preparando la cena. Imagínense el sobresalto que le produjo este suceso tan trágico. Con un grito desesperante ella cayó sobre el hijo muerto, lo sacudía como para despertarlo; y sus gritos de espanto angustioso convocaron de inmediato a todo el pueblo. Reinaba una confusión total, porque ya se había puesto el sol y nadie estaba preparado para esta situación.

No voy a contarles todas las escenas de dolor que se producían a medida que llegaba la gente a la casa de la viuda. En cierta manera, se repetía lo que había pasado pocos años atrás, cuando había fallecido también así imprevistamente el esposo. Pero ahora la situación era casi peor, pues la muerte se había llevado todo el sostén de la viuda.

Durante toda la noche, ella reclamaba constantemente respuestas a Dios; y todos estábamos de acuerdo con sus preguntas, pero nadie pudo intentar siquiera una débil respuesta. Incluso se nos acabaron las palabras de consuelo, porque la situación era por demás trágica. Formábamos una masa compacta de duelo, llanto, dolor, desesperación, luto, preguntas sin respuestas y reclamos sin soluciones.

Finalmente algunos hombres, movidos por la intención de ayudar o quizá simplemente porque no aguantaban más ese pegote de dolor y lágrimas, planificaron el sepelio. Es lo que debían hacer, porque así lo manda nuestra Ley. Pero antes el muerto tuvo que ser lavado, ungido y envuelto en un lienzo, y recién entonces estaba todo listo para que lo pudiéramos sepultar.

A la mañana siguiente estaba todo preparado. La tumba esperaba al fallecido; los amigos del joven habían preparado el féretro, una especie de camilla abierta transportada por cuatro personas y formada por un marco con una tabla sobre la que se coloca el finado para llevarlo a su tumba. Les explico esto porque sé que ahora los féretros se construyen de otra manera.

Lentamente el cortejo se puso en movimiento. Cuatro jóvenes llevaban el féretro abierto con el muerto; delante de éste caminaba muy lentamente la madre, sostenida por varias mujeres que prácticamente la tenían que arrastrar, porque sus fuerzas la habían abandonado casi por completo. A ambos lados y detrás del féretro iban todos los demás. El dolor nos aplastaba a todos por igual, y más de uno daba rienda suelta a sus sentimientos y lloraba con todas sus fuerzas.

Justo cuando salíamos de la puerta de nuestra aldea, nos topamos con otro grupo que – como después nos contaron – venía de Capernaúm, y que habían estado caminando toda la noche. Encabezaba el grupo uno al que algunos decían Rabí y otros, Señor. Tenía a su alrededor un grupo aparentemente de más confianza, porque venían hablando con él; y detrás venía otro grupo mayor. No sé cuántos eran en total, quizá cuarenta o cincuenta personas entre hombres y mujeres. También había algunas criaturas, pero no las conté.

A unos treinta pasos de la puerta de Naín – nosotros justo salíamos – el jefe del otro grupo se detuvo, y con él, también sus acompañantes. Todos quedaron en profundo silencio. Primero pensé que se trataba de la actitud normal que asumimos todos cuando pasa una procesión funeraria: uno deja todo lo que está haciendo y se agrega a la procesión, compartiendo el dolor y apoyando de esta manera a los deudos en su situación. Y aquí la situación era peor: era extremadamente trágico que este único hijo de la viuda muriera antes que ella, pues ella no tenía ni parientes ni riquezas, de manera que quedaba en la miseria, dependiendo totalmente de la caridad del pueblo. En una ciudad más organizada, también está mejor organizada la caridad para los pobres; pero en una aldea pequeña, de por sí ya llena de gente pobre, ¿qué se puede esperar? Así que la situación realmente era desesperante.

Pero el grupo procedente de Capernaúm o por lo menos su jefe no tenía intenciones de agregarse a nuestra procesión camino al cementerio. Al contrario. Luego de observar durante un instante a la viuda – se le notaba en el rostro que sentía un gran dolor por su situación –, le dijo algo muy extraño, que en un primer momento me pareció una gravísima ofensa. Le dijo: “No llores”. Nunca había escuchado algo tan atrevido e irrespetuoso. ¿Cómo se le puede decir eso a una persona que se halla en una situación tan trágica? ¿Quién era él como para prohibirle a la pobre mujer expresar su dolor? ¿No tenía madre él? Es más: ¿No tenía sentimientos?

¡Vaya susto! Toda la gente quedó boquiabierta. Pero el extraño Rabí no se contentó con eso. Se acercó y tocó el féretro, con total desprecio de las disposiciones de nuestra Ley, pues allí dice que el que tocare cadáver de cualquier persona será inmundo siete días (Números 19,11). ¿Se creía Dios ese hombre, de manera que la impureza no lo afectaría? Eso linda con blasfemia, porque sólo de los más cercanos al difundo se podía esperar que se expusieran a esta impureza ritual. No podía creer que el hombre ignorara las leyes sobre la pureza y lo que significaba un cadáver.

Pero aparentemente logró lo que quería, porque los cuatro que llevaban el féretro se detuvieron. Luego de la palabra desconsiderada a la viuda, esto empeoró la cosa, pues interrumpir una procesión fúnebre era una intromisión flagrante en algo sagrado. Era lisa y llanamente una ofensa a las disposiciones de la Ley y a las costumbres ancestrales. Eso no se hace.

Pero la osadía del Rabí no tenía límites. ¡Le habló al muerto! Con los muertos no se habla. Peor aún: ¡Le dio una orden! ¿Saben lo que le dijo? “Joven, a ti te digo, ¡levántate!” Todos nos quedamos paralizados de pavor. El aire parecía estallar de silencio, y hasta los pájaros enmudecieron. A lo lejos se escuchaban balar unas ovejas. Todo lo demás era mudez total.

Cuando algunos ancianos se agacharon para tomar unas piedras para comenzar a lapidar al Rabí por lo que consideraban una máxima blasfemia, el muerto se incorporó sobre el féretro abierto, miró estupefacto a su alrededor, y luego comenzó a hablar. Los hombres que lo llevaban casi dejaron caer el féretro.

Jamás habíamos visto semejante cosa. Un escalofrío recorrió a todos los presentes, un ahogado grito colectivo rompió la afonía, y una anciana se cayó desmayada porque – así nos dijo después – pensó que había llegado el Mesías o el Día del Señor, y la pobre no estaba preparada para ello.

Como si esto fuera algo de todos los días, el Rabí – después nos enteramos que se llamaba Yehoshua (los griegos le decían “Jesús”) – tomó al joven de la mano, le ayudó a pararse en el suelo y se lo dio a la madre. La pobre y feliz mujer lloraba y se reía a la vez, abrazando a su hijo que había vuelto de la muerte a la vida por obra del Rabí que de casualidad había llegado a nuestra aldea.

¡No se imaginan lo que pasó entonces! Decir "tumulto", "alboroto", "griterío", "clamor" es poco. Todos gritaban a la vez. Alguien comenzó a bailar, algunas personas cantaban, muchos rezaban con las manos bien en alto, varios abrazaron al Rabí, todas las jóvenes saludaban al revivido, las ancianas felicitaban a la madre, y las criaturas formaron una ronda en torno al grupo y comenzaron a cantar una de esas canciones que suelen cantar en las fiestas.

Sentíamos una mezcla de miedo y agradecimiento, terror y gozo, pavor y alabanza, estremecimiento y éxtasis. Sabíamos que aquí había actuado el Altísimo, alabado sea su Nombre. Muchos dimos gloria a Dios. Un anciano recordó en seguida las antiguas historias de Elías y Eliseo, que también habían levantado a muertos. Todos conocíamos esas historias, pero nadie creía que esas cosas podían pasar hoy día. Otro anciano dijo con voz muy solemne y decidida: “Un gran profeta se ha levantado entre nosotros” (después el Rabí nos contó que se había criado en Nazaret, aunque había nacido en Belén; así que lo consideramos un vecino y realmente uno de entre nosotros); y una mujer gritó con toda su fuerza: “El Altísimo ha visitado a su pueblo”. Y no era una visita para ver cómo andaba Marta o Samuel y luego volver a despedirse. Era una visita de esas que nos mencionan los libros de la Ley: una intervención del Altísimo a favor de sus hijas e hijos débiles, desprotegidos, enfermos, desconsolados, oprimidos por los violentos, explotados por los enemigos del pueblo de Dios, perseguidos y cargados con tantos males…

Invitamos al Rabí a quedar con nosotros en Naín. Así lo hizo, por lo menos por unos días, juntamente con todo el grupo que lo acompañaba. Nos habló del Reino de Dios y de su misión, curó a varios enfermos y conversó con algunas personas que tenían problemas particulares. Yo soy una de éstas; y les pido que me disculpen si no les puedo contar todo lo que me dijo – sólo les confieso que reorientó mi vida, que había sido un poco desastrosa hasta ese momento. Todos nos sentíamos comprendidos por él como nunca antes por una persona.

En algún momento, alguien planteó la posibilidad de que el Rabí era Elías, que debía volver a su pueblo antes de la venida del Mesías. Pero nos pareció que la cosa no pasaba por allí. Entonces comenzamos a plantear que la anciana, que se había desmayado por creer que había llegado el Mesías, quizá haya estado en lo correcto. Y de inmediato se armó una interesante discusión sobre el carácter y la obra del Mesías. El Rabí escuchaba todo esto en silencio, y casi no intervino en la discusión.

A eso se agregó lo siguiente. La noticia de lo que había pasado con el joven corrió inmediatamente como reguero de pólvora por todas las aldeas vecinas y de allí también a Jerusalén. En una ciudad, no me acuerdo cuál, la historia llegó a los oídos de unos seguidores de un tal Yojanán. Este hombre se había hecho famoso un tiempito atrás porque exigía arrepentimiento a todo el pueblo y bautizaba en el Río Jordán para perdonar pecados, algo que, digamos, estaba reservado a Dios. También había tenido un bruto conflicto con Herodes porque criticó públicamente la vida licenciosa del rey. Bien, a los pocos días ese tal Yojanán mandó a dos de sus alumnos a entrevistar a nuestro Rabí – mientras tanto ya lo considerábamos nuestro – y a preguntarle si él era el que había de venir o si había que esperar a otro. Se refería por supuesto al Mesías, que tanta gente esperaba ansiosamente. ¿Saben lo que les dijo nuestro Rabí? Ese día justo estaba sanando a unos cuantos enfermos que habían venido de las aldeas vecinas; y como quien no quiere hacerse propaganda a sí mismo, el Rabí simplemente les dijo a los emisarios: “Vayan, háganle saber a su maestro lo que han visto y oído aquí en este mismo lugar: los ciegos ven, los rengos andan, los leprosos son sanados, los sordos oyen, los muertos son resucitados (y aquí señaló al joven de nuestra aldea), y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí.” Así de simple – pero con estas palabras les había dado todo un resumen de lo que estaba haciendo por su pueblo enfermo, pobre, maltratado y abandonado por sus líderes. Que Yojanán decida por su propia cuenta si estaba ante el Mesías o no. Y después nuestro Rabí nos habló muy bien de Yojanán, al que muchos llamaban “El Bautizador”.

Esa respuesta dada a los alumnos del Bautista nos dio muchísimo de pensar. Seguimos conversando con nuestro Rabí; y salimos convencidos de que en él, en su persona, su obra, su amor, su mirada, sus palabras tan decididas, obraba Dios. Claro, había algunos tipos (es una vergüenza que se trataba de maestros de nuestro pueblo) que decían que el Rabí hacía todo eso con la fuerza del maligno; pero allá ellos. El maligno sólo puede destruir la vida; nosotros en cambio vimos y experimentamos que el Rabí de Nazaret defendía, protegía y reconstruía la vida de las personas en todos sus órdenes y formas. Tenía poder, realmente pleno poder. Claro, su estilo no se ajustaba a lo que muchos esperaban del Mesías como Hijo de David; pero hay que reconocer que en esta época cada cual se hace su propia idea de cómo debe ser el Mesías; y seguro que el Mesías no podrá – ni querrá – conformar a todos.

Yo sé que eso es cuestión de fe. No puedo demostrarles ni discutir esas cuestiones como lo suelen hacer algunos maestros; sólo puedo darles mi testimonio de los cambios que obró el Rabí en nosotros. Quizá no tan dramáticos como en aquel joven muerto que volvió a la vida, pero no menos efectivos, pues ese encuentro nos marcó a todos para siempre. Y no sólo a nosotros, sino a muchas personas más a lo largo de los años.

Y todo lo demás que pasó con nuestro Rabí – su viaje a Jerusalén, su muerte, su resurrección – bueno, ustedes conocen esta historia, porque también creen y saben que nuestro Rabí es el Mesías.

PD: Permítanme agregar algo. Yo me había mudado primero a Damasco y luego a Antioquía, y en ambos lugares pude servir a la iglesia local como maestro y catequista, y muchos me consultaban asiduamente y me pedían que les contara todo lo que sabía sobre el Mesías. Unos cuantos años después de este episodio, recibimos una copia del libro que había escrito Lucas, un colaborador del bienaventurado Apóstol Pablo. Ya teníamos los libros similares de un tal Marcos y de Mateo y los leíamos con frecuencia en nuestros cultos. Pero no decían nada sobre la historia que acabo de contarles. Para muy grata sorpresa mía, encontré el episodio de Naín en el libro de Lucas; y debo decir que el autor logró una excelente presentación de aquel evento que cambió mi vida. Lástima que su relato es bastante breve; pero quizá sea mejor así. Les invito a leer esa historia en el libro de Lucas. Y si de algo pueden estar seguros, es del hecho de que el Rabí de Nazaret, nuestro Mesías, sigue obrando hoy con el mismo poder como aquella mañanaen Naín. ¡Pruébenlo!

Jonatán ben Samuel


René Krüger es pastor de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata, Argentina. Es Doctor en Teología con especialidad en el campo de Biblia por el Instituto Universitario ISEDET, Argentina, y por la Universidad Libre de Amsterdam, Holanda. Es profesor titular del departamento de Biblia del ISEDET y profesor invitado en varias universidades de Europa y América Latina. Es autor de varios libros en el campo.

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Mujeres Salvadoras

¿Qué habría sido del éxodo sin ellas?

Edesio Sánchez Cetina

Al abrirse, el libro de Éxodo afirma el papel esencial que juega la mujer en actos concretos que afirman su esencia femenina, pero que a la vez la colocan como protagonista de un actuar que construye la overtura teológica sin la cual el evento liberador del éxodo sería “otra historia”.




La importancia de esta overtura teológica se acentúa aún más al constatar que si bien las mujeres—con nombre o anónimas—aparecen a lo largo del libro (RV60 cita 35 veces la palabra “mujer/es”), es en los primeros cuatro capítulos, especialmente el uno y el dos, que se resalta el papel protagónico de la mujer. En estos cuatro capítulos, las mujeres aparecen como salvadoras; como personas que decidieron ir contra la corriente, sacrificar su seguridad y su vida para salvar a un pueblo, para jugarse el todo por el todo y así formar parte integral y preponderante en el proyecto salvífico de Dios.

Éxodo 1:1-14

En este texto, la mujer no aparece de manera explícita, así que por lo general no ha sido considerado como fuente clave para referirse a la participación protagónica de las mujeres en el plan de Dios para liberar a su pueblo de la opresión egipcia. Sin embargo, si se presta atención a lo que motivó la consternación del Faraón, no se puede dejar de lado la función vital de la mujer. El tema central del pasaje es el miedo del Faraón y de su pueblo por el descomunal crecimiento del pueblo hebreo—por eso se repiten varias veces el verbo “multiplicar” y sus cognados (“fructificar”, “aumentar”, “ser mayor”, “crecer”, “fortalecerse”, “hacerse fuerte”).


El pueblo hebreo es numeroso y, de acuerdo con el informe del faraón (Ex 1:9), es más numeroso y fuerte que el egipcio. Para llegar a tal estado de crecimiento y fortaleza, el papel de la mujer, aun más que el del varón, es de suprema importancia. Porque el texto no solo habla de la fecundidad de las mujeres hebreas, sino también de su fortaleza y salud para traer al mundo una población tan saludable y numerosa. Como esto lo sabía muy bien el farón, no lo sorprenderá en lo más mínimo el argumento de las parteras Sifrá y Puá: Es que las mujeres israelitas no son como las egipcias. Al contrario, son tan fuertes y saludables que tienen sus hijos ellas solas, sin nuestra ayuda (Ex 1:19).

Aunque el texto empieza con una lista de nombres masculinos, descendientes todos de Jacob y patriarcas de las tribus hebreas, y aunque se habla de la fortaleza y gran cantidad de hebreos en masculino—el texto hebreo literalmente dice en 1:12 “hijos de Israel” para referirse a la población masculina y militar hebrea—, el rol central es el de la mujer. En realidad lo que produjo el pavor del faraón fueron las mujeres hebreas que procrearon niños saludables y fuertes con una rapidez sorprendente, iniciando con su fecundidad una verdadera guerra que tenía al rey egipcio al borde del colapso. En relación con esto, aunque prácticamente ninguna versión de la Biblia sigue al Texto masorético, el verbo hebreo que la RV60 traduce como “viniendo” está en femenino plural, y permite la siguiente traducción de toda la oración: “…para que no se multipliquen, y suceda que ellas [las mujeres] nos declaren la guerra”.

Para darle más centralidad al tema de la fecundidad, el magnífico crecimiento y la fortaleza de la población, el texto hace eco del relato de la creación. Al leer Éxodo 1:7 nos es imposible dejar de “escuchar” Génesis 1:28 (véase también Gn 9:1, 7) y la promesa dada a los patriarcas (Gn 17:4-8; 35:11-12). De este modo, no solo se había cumplido con creces la orden divina de poblar la tierra, sino que se había abierto el camino para lograr la liberación sustentad y liderad por Yavé, el Dios del éxodo.

En un artículo titulado “¿Qué hacían mientras tanto las mujeres hebreas (Éxodo 1-2)?”, de Mercedes García Bachmann (Cuadernos de Teología 18, 1999), la autora plantea la pregunta que los exegetas nunca se han hecho: el papel de la mujer en una situación de opresión, esclavitud y pobreza. En efecto, mientras los hombres hebreos sacaban materiales, los cargaban y fabricaban los ladrillos y construían las grandes obras egipcias, algo importante debían de estar haciendo las mujeres. Además de cuidarse durante el embarazo y dar a luz hijos e hijas, las mujeres hacían todo el trabajo de limpieza de las casas, cultivaban los huertos, confeccionaban la ropa, cuidaban y educaban a los niños, hacían y arreglaban la ropa, preparaban los alimentos y, sin duda, se dedicaban a otras tareas, además de ser esclavas y servidoras de las familias egipcias, como el de ser parteras y nodrizas.

En esta, como las siguientes historias, el faraón no solo fracasa en sus planes, sino que termina en ridículo como un gobernante tonto e ingenuo. A pesar de que en el versículo 10 invita a su pueblo a actuar con astucia, todas sus órdenes y las acciones de su pueblo no pudieron prevenir lo que más quería evitar: el crecimiento del pueblo. Claro, ¡no se imaginaba que detrás del pueblo hebreo estaba Yavé actuado a su favor!

Éxodo 1:15-22


No cabe duda de que Sifrá y Puá, las parteras que atendían tanto a las mujeres hebreas como a las egipcias, son los personajes centrales de este relato: Además de sus nombres y los pronombres que se refieren a ellas, seis veces aparece la palabra “parteras” en el texto. El otro personaje clave es el faraón, su jefe—al que el autor prefiere dejar sin nombre—que les da orden de matar a los varoncitos recién nacidos, y a quién, como la historia señala, desobedecen y hasta ridiculizan. Si jugamos con sus nombres, podríamos decir que son “dos chicas bellas y guapas”.

De entrada, el relato nos hace ver que el rey egipcio, sumido en su machismo y actitudes patriarcales, cree que los varones y no las mujeres son el peligro más grande para la “paz” y “estabilidad” de su imperio. A ellos, a los hombres, son a los que se deben raer de la tierra para que se no conviertan en peligro contra el imperio. Parece no haberse dado por enterado de que la razón por la que había surgido el pánico en los versículos anteriores (1-14) y por el tema que ahora concierne, la fuente de su preocupación y temor no son solo los hombres, sino sobre todo las mujeres. Los varones sin las mujeres no pueden multiplicarse, pero las mujeres, aun con pocos hombres podrían llenar la tierra y hacer temblar al imperio más poderoso. Si el faraón lo hubiera pensado mejor pediría no solo la eliminación de los varoncitos, sino también la de toda niña que naciera. De nuevo, el texto está lleno de ironías y sarcasmos por medio de los cuales el narrador se burla del faraón y lo pinta como un soberano tonto y estúpido. La ironía y el sarcasmo se extienden todavía más cuando comparamos el texto de RV60 con el de la TLA y DHH. La RV60, que sigue al Texto masorético, dice en el versículo 22: “echad al río a todo hijo que nazca”. Es decir, el texto hebreo hace que el faraón omita la frase “nacido de los hebreos”—el texto completo debería ser: “echen al río todo hijo nacido de los hebreos”, tal como reflejan TLA y DHH siguiendo a la Septuaginta y otros testigos textuales—y de esa manera, tácitamente, incluya a los niños egipcios entre los que deberían ser echados al río. ¡No solo iba a frenar la población masculina hebrea, sino que su propia nación se iba a quedar sin fuerza militar y laboral!


Las dos parteras—egipcias o hebreas, pues no se sabe a ciencia cierta su nacionalidad y etnia—, temerosas de Dios (Ex 1:17), es decir, obedientes a los principios éticos de Dios, desobedecen al faraón, y preservan la vida de los niños. El relato es por demás un excelente trozo literario, lleno de sarcasmo y fino humor. El rey egipcio no castiga a las parteras, ni se deshace de ellas. Las llama para saber el porqué de su acción. Ambas urden un argumento—sin duda una mentira—ante el cual el faraón no puede responder. Como resultado, las parteras siguieron en su trabajo, los niños y las niñas siguieron acrecentando la población hebrea, y la creatividad y valor de las parteras, unidos a su obediencia a Dios, continuaron la “marcha” liberadora iniciada en el texto anterior (vv. 1-14).

¿Qué lecciones aprendemos de Sifrá y Puá? En primer lugar, que la única manera de romper las cadenas de la opresión es no permitir ser oprimidos. Ambas mujeres decidieron con creatividad y valor oponerse frontalmente al sistema opresivo y de mostrarse mucho más inteligentes y sagaces que el mismo representante del imperio opresor. No, Sifrá y Puá no iban a permitir ser usadas como mecanismo de opresión y muerte. El faraón tendría que buscar a otros agentes del mal para acabar con la vida de todo varón recién nacido—seguía con su necedad de ignorar el poder liberador de las mujeres. En segundo lugar, estas mujeres nos ofrecen la lección de optar no por la violencia para enfrentar la violencia, ni tampoco la abulia o fatalidad pasiva, sino la opción de la tercera vía, la resistencia no violenta. La de encontrar formas creativas de sorprender al poder imperial y no solo salir ilesas, sino con la batalla vencida. ¡Que ironía! Ese rey que no veía en las mujeres el peligro inminente, encontró en dos mujeres la frustración de su macabro plan. Como pago de su valentía, creatividad y sagacidad, Dios mismo las trató con mucha bondad y les concedió una familia numerosa. Por la vía negativa, la historia nos ofrece una tercera lección en la actitud del faraón. El rey de Egipto tenía todas las de perder no solo por haber subestimado la tenacidad y poder creativa de las dos mujeres, sin sobre todo, por haber subestimado el poder de Dios de llevar a cabo su misión liberadora por medio de los vulnerables a favor de los vulnerables.

Éxodo 2:1-10

Si en el relato anterior, la historia tuvo como protagonistas a dos mujeres que se enfrentaron a tú por tú con el faraón, aquí tres mujeres (la madre y la hermana de Moisés, y la misma hija del faraón) desobedecen las órdenes del rey de Egipto y toman las riendas de la historia por su cuenta en el mismo corazón del poder imperial.

El texto queda demarcado por las cláusulas “una hija de Leví que…dio a luz un hijo” (2:1) y “la hija del Faraón…que prohijó [a Moisés]” (2:10), y en medio de estas dos mujeres aparece la “hermana” que con mucha astucia y mente rápida logró que a Moisés nunca le faltara una madre para su supervivencia. La manera en la que el autor redacta su historia, hace resalte de manera superlativa el papel activo y decisivo de las mujeres en la supervivencia de Moisés: evitar que lo maten, encontrarle la madre sustituta perfecta, resolver el problema de su alimentación y cuidado y darle el contexto crecimiento y educación inigualable. El único varón adulto que aparece en la historia se cita en el versículo uno, y de los únicos verbos que es sujeto son “fue” y “tomó”. Después de esta información, la historia la escriben esas tres mujeres. Todos los verbos de acción en la historia las tienen por sujetos.

Sifrá y Puá ya habían hecho su parte en la gran obra liberadora del pueblo hebreo, aseguraron la vida del pequeño Moisés. Ahora les tocaba a la madre, a la hermana—el texto no las cita por nombre, pero por otros textos sabemos que se llamaban Jocabed y Miriam—y a la hija del faraón ayudar a Moisés a crecer y a prepararlo para la misión que Dios le tenía preparada.

En el texto, la madre dice y hace cosas que evocan la obra de creación de Dios y su obra redentora en el diluvio. De acuerdo con el texto hebreo del versículo dos, al ver al bebé, su madre exclama “¡qué bueno es!—queriendo decir al igual que la TLA, “¡Qué hermoso es!”—usando una expresión similar a la que Dios usó al terminar la obra de creación de cada día (Gn 1:4, 10, etc.). Tanto la palabra hebrea para “canasta de juncos” como los elementos que usó la madre para preparar la improvisada barquilla hacen eco del arca y su construcción en los relatos del diluvio (Gn 6:14). En otras palabras, al igual que en el primer relato, esta cuidadosa obra de amor para salvaguardar la vida de su hijo, es relatada en este texto con la grandilocuencia de la obra creadora y redentora de Dios. Y en efecto así es. Jocabed, al igual que su hija y la princesa de Egipto fueron participantes vitales en la misión liberadora del éxodo. Sin ellas, Moisés no habría llegado a ser el gran protagonista del éxodo.

Es interesante notar, también, que si bien Jocabed desobedeció al faraón al no echar a su hijo al agua para que se ahogue, si ejecutó una obediencia fingida al decreto real “echando” al niño al río, pero en su “pequeña arca salvadora”. En un acto totalmente a la inversa, la hija del faraón “saca” al niño del agua, haciéndose así cómplice o colaboradora del movimiento de resistencia hebrea contra el poder egipcio. De nuevo, aquí como en otros pasajes de la Biblia, las mujeres se unen, aun cruzando barreras étnicas, para luchar contra la injusticia y la violencia. Por medio de este acto, la hija del faraón, al igual que las parteras, no se enfrenta al padre echándole en cara su injusticia y violencia, sino con una confrontación más sutil. Por esta acción, esta mujer se convierte de alguna manera en la “madre” del éxodo, al darle el nombre al niño—nombre que proclamará por siempre el acto de desobediencia civil de la madre: “si mi padre ordenó echar a los niños al río, yo saco a este del agua”; de allí el nombre Moisés (2:10)—, al crecerlo y educarlo, y prepararlo de la mejor manera para su futura tarea de liberador, líder y estadista.

Si la madre protegió la vida del niño “porque era bueno” (bonito, hermoso, 2:2)—como Dios había creado algo “lindo”—, acentuando así el aspecto creador de Dios, la hija del faraón protegió la vida del niño “porque sintió compasión” (2:6), emulando así al Dios liberador, al Dios del éxodo. Tanto el ser humano como el divino consideran de enorme valor tanto el aspecto estético como el ético del mundo y de la vida: el Dios que se extasia con la belleza de la creación es el mismo Dios que responde compasivamente a favor del oprimido, del sufriente; el ser humano que puede maravillarse con la belleza del otro ser humano, también puede ser movido a compasión para responder con justicia ante el peligro del mal. Cuando la hija del faraón exclama, “es un niño israelita” (2:6), no solo está se opone y anula el edicto de su padre, sino que también se hace solidaria de la causa de la justicia y se pone del lado del Dios que lucha contra toda opresión y maldad. Más aún, el mismo versículo seis coloca a la hija del faraón en la misma “sintonía” que Yavé al ser movida a preservar la vida del niño hebreo a través de la misma acción divina. Ella “vio al niño llorando” y Yavé había “visto la aflicción del pueblo” (Ex 3:7 y 9). La acción de la princesa egipcia adquiere es anticipo de la acción liberadora de Yavé al liberar a los hebreos del yugo egipcio por mediación de Moisés.

La hermana de Moisés tiene poca acción y tan solo unas cuantas palabras a la hija del faraón. Pero ¡qué crucial fue su papel!: la de ser intermediaria entre la madre y la princesa. En el momento oportuno y con agilidad de mente y creatividad ideó el plan perfecto: con un tremendo poder de persuasión le sugiere a la princesa egipcia que se adopte el niño, y asegura, además, que el niño y la madre se reúnan de nuevo de manera más permanente. De esta manera, la hermana de Moisés se une a las otras dos mujeres de esta historia y a las dos parteras como salvadoras de Moisés.

Éxodo 4:19-26

En este texto, Séfora, la esposa de Moisés (véase Ex 2:15-22) se convierte, como las mujeres de las otras historias, en salvadora de Moisés. En un lugar, en su camino a Egipto, Dios aparece con el propósito de acabar con la vida de Moisés. Hasta hoy, nadie ha podido dar una respuesta satisfactoria a este texto tan difícil. Moisés no había sido circuncidado, y por tanto, el compromiso de alianza de los descendientes de Abraham no se había cumplido: para ser miembro del pueblo de Dios, todo varón tenía que ser circuncidado. Moisés solo tenía dos alternativas, ser circuncidado en el acto o morir allá mismo.

Ante esta situación, y esto es lo que vale en esta reflexión, Séfora toma una decisión precipitada y de emergencia. Circuncida a su hijo porque no lo puede hacer con Moisés debido a que este tiene que estar totalmente sano y fuerte para proseguir su viaje a Egipto. Como ella y el muchacho se quedarían en el desierto, se le ocurrió tocar con el prepucio del niño el pene del marido para así circuncidarlo simbólicamente. Con esta acción, Séfora se enfrentó al mismo Dios y salió triunfante, ¡le preservó la vida a Moisés! Ese mismo hombre que Dios usaría para lograr su proyecto liberador. Así Séfora se une a las otras cinco mujeres a echar a andar el gran proceso que finalmente llevaría a la libertad al pueblo hebreo.

Conclusión

De acuerdo con estas historias, el reconocimiento es para las mujeres por haber sido sujetos esenciales para la preservación tanto de la nación como de su más grande líder. La mayor virtud de las cinco primeras fue no temerle al faraón y afrontar las consecuencias en aras de la vida y la justicia: las parteras fueron movidas por su “temor a Dios”, la hija del faraón por su compasión, la madre por su amor al hijo, y la hermana por su ingeniosidad e inventiva. Así cada una ofreció lo mejor de sí misma para vencer el mal y encaminar a Israel por el sendero de la libertad que tanto necesitaba. La virtud de Séfora fue actuar oportunamente y enfrentar al mismo Dios para salvar a su esposo.

En tres primeras historias se nota un movimiento ascendente: en la primera, el faraón da una orden y su pueblo obedece; en la segunda, el faraón habla, pero las parteras también hablan y tienen la última palabra; en la tercera, aunque de nuevo el faraón da la orden, al final la madre de Moisés, la hermana y la hija del faraón determinan el curso de la acción, y el faraón desaparece totalmente de la historia. El relator ha logrado, de esta manera, darle a las mujeres un papel protagónico y crucial en esta historia de liberación y del nacimiento de Israel como nación. ¡Antes de Moisés, ellas fueron las primeras líderes del proyecto liberador de Yavé!

Hay, por supuesto, otras historias en el libro de Éxodo, en las que las mujeres toman un papel activo a favor de otros individuos y del pueblo en forma total. De manera especial se debe mencionar el liderazgo compartido de Miriam junto con sus dos hermanos, Moisés y Aarón. Al final del libro se menciona la labor de otras mujeres que aportaron sus conocimientos artísticos y artesanales y sus bienes para la construcción del tabernáculo o tienda de reunión (Ex 35:25-26, 29).


Edesio Sánchez es mexicano, pastor de la Iglesia Presbiteriana y Doctor en Teología (PhD) con especialidad en el campo de Biblia por el Union Theological Seminary. Es traductor de las Sociedades Bíblica Unidas y ha participado en la traducción de las más conocidas versiones de la Biblia. Actualmente es profesor en la Universidad Bíblica Latinoamerica en San José de Costa Rica, y Secretario Regional para Centro América y el Caribe de la FTL.


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