(sobre Lc 2:11-12)
Juan José Barreda Toscano
La hora del parto ha llegado. Lo sabe Miriam que siente el vientre como una piedra, las punzadas en su espalda la matan de dolor. Es pequeña, apenas ha aprendido a convivir con los inconvenientes del período de las mujeres y ahora esto del parto. La joven no se atreve a mirar a su marido porque no quiere incomodarlo, pero aun el pudor no es suficiente para evitar algunos gemidos de dolor. José la mira preocupado pero sin mutar. Ya conoce esa situación y no es que le falten ganas de ayudarla, es que cree que dichos dolores tienen un origen divino que no debe impedir.
-¿Te parece que ha llegado el momento? Le pregunta José.
-¡¡Me duele mucho!! -Le grita Miriam-
El tono de voz le molesta a José que no acostumbra permitir a su mujer hablarle de esta manera. Pero no le dice nada porque advierte que en situaciones de semejante dolor no hay precepto divino ni siglos de sumisión suficientes que ayuden a guardar la cordura. Con la preocupación de alguien que espera un hijo varón, piensa también en la salud de Miriam a quien empieza a amar. Entonces le pide a su hija que la acompañe por unos momentos porque irá en busca de una partera que ayude a Miriam.
Como hombre justo no debe tener contacto con una mujer en condiciones de tal impureza, ciertos fluidos han comenzado a salir del interior de Miriam. Por orden de su padre, Salomé acompaña a Miriam en la pequeña cueva donde todavía pueden sentirse los olores de los animales que la habitan usualmente. Pero ambas jóvenes, casi de la misma edad, están familiarizadas con tales aromas. Como muchas otras jovencitas -o debiera decir "niñas"-, tienen como responsabilidades de cuidar algún pequeño rebaño o el par de ovejas que posee la familia.
Miriam, ahora a solas con Salomé, se anima a expresar su dolor con gemidos más fuertes. No han tenido tiempo para conocerse, pero Salomé tiene un gesto de cariño y le pone a Miriam un paño de agua en la frente, la sostiene de la mano y Miriam la aprieta con la llegada de una nueva contracción. Un breve alivio le permite a Miriam mencionar el nombre de Adonai a quien pide ayuda para cumplir con el deber de traer a este bebé al mundo. Anhela en su corazón honrar a su esposo y con ello lograr el respeto de toda la familia de José como una mujer bendecida. Salomé sabe de esto, y a través de Miriam espera que pronto le llegue la hora de ser sometida al matrimonio y procrear hijos.
Jacobo, el hijo mayor de José, acompaña a su padre porque no quiere oír los gemidos de Miriam. José, el hermano menor, que tiene el mismo nombre que su padre, se distancia de la cueva porque no cree apropiado estar cerca a la mujer de su padre en tales condiciones. Todavía es difícil para ellos incorporar en la familia a una joven de su misma edad como esposa de su padre. Si bien es cierto no esperan mucho de ella, todavía es la esposa de su padre; y muy posiblemente la presencia de su hijo, su nuevo hermano, apresurará las decisiones de los hijos mayores a adquirir una mujer como esposa porque todo será más complicado en adelante.
José busca al mesonero al que antes pidió ayuda. Esta vez espera encontrar una mejor respuesta de su parte. En sueños un ángel le dijo que siga con Miriam porque su embarazo era fruto del obrar del Espíritu Santo y que la criatura que esperaba salvaría al pueblo de sus pecados. Ahora, llegado el momento del parto, José recuerda esta visión y desea que Dios lo ayude a encontrar una partera, tanto por Miriam como para evitarle darle la carga a su pequeña hija de cargar con la tarea del parto a riesgo de perder a su hijo. En otras circunstancias la ayuda en el parto la hubiera realizado una madre mayor de la familia; pero ellos están lejos, y no se conocen aún con los familiares lejanos que tiene en Belén. José y su familia son forasteros de Galilea, y dicha procedencia no es de las mejor catalogadas en el sur.
El mesonero vuelve a atender a José. Hasta ahí llega su cortesía, no tiene mayor interés en ayudarlo en resolver un problema de mujeres. Con todo, su esposa interviene en la charla y se ofrece a ayudarlos sin que su esposo haya dado siquiera autorización para que hable. Quizás -piensa José- es Dios quien moviliza tal intrepidez, y aunque debería de sentirse ofendido él mismo por tal acción indecorosa, prefiere ver la gracia divina detrás de la misma. José permanece sin quitarle la mirada al mesonero ignorando la propuesta de la esposa, pero el mesonero acepta y se retira. La mujer toma algunos jarrones y cuando piensa dirigirse a llenarlos de agua, José tiene la cortesía de ordenarle a Jacobo que lo haga. Entonces la señora va en busca de unos ungüentos y unas mantas que ayuden en el trabajo de parto y cuiden del bebé.
Esta mujer ya ha visto antes a toda la familia y supone que no tendrán mucho para los cuidados de Miriam. No se trata de cualquier tarea la que viene, en el regazo de esta mujer, en pleno parto, han quedado dormidas para no despertar más jovencitas de las que podemos imaginar. Las cosas son así, el nacimiento de más de un hijo significó la vida de su propia madre. Por cierto, el nombre de esta mujer es Raquel.
Miriam está tirada sobre unas esteras de palmas cubiertas con piel de oveja negra. Siente su visión oscurecerse, quizás por el dolor, quizás porque a través de una diminuta abertura ve desvanecerse, como fatigada, la luz del sol. Apenas higienizada, el frío comienza a hacerse presente pero la anima el hecho de ser madre, porque según lo cree, será una mujer completa al darle un descendiente varón a su esposo, el primogénito para ella. Salomé observa detenidamente toda esta escena y sabe que en pocos años estará pasando por lo mismo, le pide a Dios que le conceda también tener un varón.
Aunque se habló muy poco del tema -porque así debe de ser cuando se trata de una epifanía-, la familia tiene grandes expectativas del varoncito que el ángel anunció. Como todo hombre, piensa Salomé, al crecer será un hombre fuerte y honorable. Miriam lo imagina determinado en sus decisiones y capaz de liderar al pueblo. Y es que Dios los ha creado así -piensan para sí-, y es por ello que vendrá la salvación de los hombres.
Como corresponde, José acompaña a la esposa del mesonero hasta unos metros antes de la cueva y deja que las mujeres atiendan sus asuntos. Jacobo ha tenido que llegar más cerca por los jarrones de agua. El lugar estaba ya oscuro y el pesebre aún más. Entonces se ofrece a encender las lámparas pero la esposa del mesonero le dirige una mirada que le muestra lo inapropiado de su presencia en el lugar. Salomé se ofrece a hacerlo y Jacobo sale del lugar agradeciendo a Dios por ser hombre. José escucha los gritos de dolor de Miriam, y le viene a la mente el cometido del hijo que viene: "salvará al pueblo de sus pecados". "¿Cómo será esto?" -piensa José- Toda vinculación con su ascendencia davídica es tan ambigua que casi ni la recuerda. No le ha valido de nada a ninguno de sus ancestros conocidos. "No soy más que un carpintero sin ninguna experiencia militar, ¿cómo será mi hijo un salvador? Ni siquiera he podido darle a mi hijo un lugar digno para su nacimiento..."
Otro grito le advierte que el trabajo de parto ha empezado. José ya ha tenido cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. En el último parto la madre de sus hijos murió. Fue un profundo dolor para él, pero lo aceptó como lo hace un fiel israelita, porque en las manos de Dios está la vida y la muerte. Estos pensamientos silencian por un momento el oído externo de José y lo trasportan a lugares que no visitaba hacía mucho. Pero nuevos gemidos conducen su mirada hacia aquella cueva en la que se encuentra Miriam pariendo su hijo. Los gritos son cada vez más fuertes por lo que advierte que el bebé está por salir.
Dentro de la cueva Miriam está en cuclillas y es sostenida por Salomé que debe de hacer un gran esfuerzo para seguir sosteniéndola. Atrás van quedando para ella los juegos en el campo, las risas desprejuiciadas y otras libertades de la infancia, la permisividad de sus hermanos y los privilegios de su padre por ser la mujer de la casa. Ese parto está cambiando la visión del mundo de Salomé pues ahora sabe que en muchas manera su vida como mujer será cuestión de no dejarse morir.
Raquel ora a Adonai entregándole esta nueva vida y le pide también por la vida de Miriam. Por alguna razón Raquel pareciera saber que la criatura que está por nacer será especial. Miriam sigue pujando, Salomé sigue tomándola por la espalda rodeando el pecho de la mujer de su padre con sus brazos, la sostiene tan fuertemente que se siente una con Miriam:
-¡Sigue mujer que viene! ¡sigue! -Le dice Raquel-
Miriam apenas si puede oír la voz de esta mujer frente a ella de la que ni siquiera conoce el nombre. Se ha encomendado a ella por obediencia a su marido, y no soporta más los dolores. En su oración, la joven parturienta le había dicho al ángel que Adonai podía hacer con ella lo que quisiera. Las cosas se habían dado de tal manera que todo su espíritu de entrega estaba a prueba. Por su parte, la oración de Raquel se convirtió en una melodía cual ángeles dándole la gloria al Señor. Interrumpe y le guita:
-¡Empuja! ¡Empuja!
Un ardor en su parte íntima señala a Miriam que la cabeza de la criatura empezó a salir. Las mantas apenas alcanzan para limpiar los fluidos que caen. Nuevamente Miriam oye que le gritan:
-¡Empuja! Empuja!
José oye el grito y entiende que el parto está avanzado, pero no se acerca. Se aferra al suelo y queda allí sentado mirando al cielo. Las estrellas han surgido y se enseñorean de la noche. José conoce la situación de espera, ¿acaso debía de ser distinta esta vez? Si pensó que sería diferente, ahora ya sabe que no lo es. El largo viaje, la pobreza, el pesebre, la situación de injusticia, la ausencia de la familia, todo lo sorprende porque no pensó que viviría este momento con tantas adversidades. Su hijo José, a unos metros más allá, sigue sentado al lado de su hermana Lisia. El padre les ordena ir a buscar más agua, no porque la necesiten sino porque los quiere lejos de la escena. En eso Jacobo se acerca y le advierte que no se oyen más gritos. Pero tampoco escuchan el llanto del bebé. José guarda silencio absoluto y sólo escucha sus propios latidos que se intensifican. Entonces viene el llanto esperado. Es débil inicialmente y luego más fuerte. José abraza a Jacob que necesita saber que seguirá existiendo esa relación especial entre ambos. Juntos se acercan a la entrada del pesebre esperando que las mujeres limpien el lugar y que preparen al niño para mostrárselo al padre. Pero tardan, tardan más de lo esperado y vienen al corazón de José viejos fantasmas. Entonces se asoma Salomé y le dice a su padre que ambas están bien... Él la nota rara.
A su entrada, José puede ver a Miriam tendida sobre la estera. Raquel está sentada a los pies de la nueva madre y los acaricia queriendo calmar su dolor. Las iluminación es pobre, José no ve a la criatura sino hasta avanzar y pararse al lado de su esposa. La bella criatura está al lado de su madre enrollada en mantos livianos. Raquel decide salir de la escena, lo hace terminándose de llevar las últimas mantas usadas en el parto, y curiosamente lleva consigo una de las lámparas encendidas -quien sabe si lo ha advertido, pero deja el lugar aún más a oscuras-
Miriam acaricia a la criatura con ternura sin dirigirle la mirada a José. Éste lo atribuye a su piadosa vergüenza en vista a su condición de impureza. Después de unos segundos José se agacha y alza a la criatura. Miriam quiere decirle algo pero no lo hace. José le pide que descanse, pero no es cansancio lo que la traba, luego eleva una oración a Adonai dándole gracias por tener un varón y que este sea quien traiga la salvación a su pueblo. La honra que este bebé trae a su familia es tan grande que no le cabe en todo el recuento de su vida que parece transitar minuciosamente en unos pocos segundos. Se pone en cuclillas frente a Miriam y cuando se dispone a dejar a su hijo a su lado, ella le dice:
-No es un varón, es mujer.
José no le presta atención, y pone a la criatura al lado de su madre. Entonces Miriam mirando a su bebé le vuelve a decir tímidamente:
-No es un varón, es mujer.
José fija su mirada en Miriam queriendo entender por qué le dice tal cosa. Qué la lleva a decirle eso siendo que acaba de ver al bebé... Miriam le vuelve a decir:
-Mi señor: No es un niño, es una niña.
Esta vez José entiende pero no comprende. No es la oscuridad porque esta no hace estos juegos. Quizás por el cansancio Miriam ha confundido las palabras. José tiene dos hijas a las que cría como corresponde; pero este debería de ser un niño según le dijo el ángel en sueños. No puede ocultar su decepción. Miriam permanece con los ojos fijos en su niña y la acaricia como queriendo compensar algún tipo de rechazo.
Impertinentemente, afuera, los chicos alzan la voz para indicarle a José que Raquel se va, entonces éste decide dejarle la criatura a Miriam. No constata que se trate de una niña. No quiere hacerlo porque hay algo de ira en su corazón. Entonces se acerca a la salida y llama a Salomé para que entre a hacer compañía a Miriam, pero Salomé no está afuera. Ella ha estado todo el tiempo a un lado y él no lo había notado. Entre las penumbras José advierte tal situación y lo incomoda. Al querer dirigirse a su hija observa una mirada de tristeza, acaso, por testimoniar la decepción con la con la que su padre debió recibirla al nacer...
José sale. Sus hijos no le preguntan nada, esperan que el padre tome la iniciativa, pero él no les dirige la palabra y se distancia del pesebre... Se sienta unos segundos, luego se levanta y se aleja un poco más hasta sentirse solo.
Miriam abraza como puede a su hija, y con lágrimas en los ojos procesa la lluvia de imágenes que atraviesan su vientre y su corazón: los rostros lapidarios del pueblo, la conversación con sus padres ante la noticia del embarazo, la confesión a José y sus dudas, el horrible viaje a Belén, pero todo parece detenerse en el encuentro con el ángel... La sensación que tuvo frente a este ser, el peso de su voz, la angustia y posterior paz tras la noticia recibida. Su corazón comienza a latir más fuertemente cuando piensa en su respuesta al ángel pasan lentamente con colores, olores y sensaciones que la conmueven. La bebé parece sentir el corazón turbado de su joven madre y se mueve. Miriam prefiere focalizarse ahora en la vida que está en sus brazos. La mira, y a pesar de la poca luz, no se pierde ni un detalle de ella.
-¿Qué sueño fue ese? -piensa José-
Las preguntas de José responden a su sentido de justicia. Miriam le ha mostrado respeto y devoción. La duda sobre su propio sueño le hace cuestionar también la visión que tuvo Miriam en la que un ángel le habló del nacimiento de quien salvaría a Israel.
-¿Puede haberse equivocado el ángel? Pero ¿En ambos casos? -Se pregunta buscando alternativas, sin pasarle ni remotamente la idea que la salvación podría venir de una niña.
Ahora ve pasar unos pastores y pastoras hacia el pesebre y José se levanta como si fuera uno más de ellos. Los pastores preguntan por la criatura que acaba de nacer. Salomé, que ha salido del lugar, le dice que se trata de una niña y que reposa con su madre. Entonces, las mujeres entran a verlas y le dan una señal de reverencia contándoles que ángeles del cielo acaban de proclamar su nacimiento. Miriam no entiende lo que sucede. Lo cierto es que otra vez pareciera que la gracia de Dios la acompaña. La mujeres le desean lo mejor y agradecen a Dios el nacimiento de su hija. Es sorprendente, pero ninguna de ellas cuestiona el hecho que no sea un varón. Luego, salen del lugar y cuentan a los varones sobre la niña y su madre, y todos vuelven juntos alabando a Adonai mientras José permanece parado cerca del pesebre sin decir palabra alguna.
José no entiende cómo es que las cosas pueden presentarse de modo tan distinto a como las interpreta. A menudo se dice estar abiertos al obrar de Dios pero esto no sucede cuando las cosas no son como se quieren. Sí, está bien decir "querer", porque siempre hay posibilidades de vivir los cambios, sobre todo cuando se cree en un Dios que obra en nuestras vidas, que actúa en lo más profundo de nuestro ser y desde afuera, como un Otro. Las cosas pueden ser diferentes pero buscar en lo más íntimo lo mismo.
José, que ha observado todo esto, deja correr la noche en diálogo con las estrellas. Recién en la mañana entra al pesebre, y en un último gesto de duda sobre la capacidad de las mujeres aún para determinar el sexo de su bebé, la carga ver su sexo. Mientras la toma y le saca las mantas advierte que la niña tiene el cabello oscuro como el suyo y que su tez es trigueña como la suya. Está muy arropada, pero igual la sigue desenvolviendo. Miriam, que se ha despertado, no hace comentario alguno pero siente dolor. No dice nada, no debe incomodar a su esposo. Descubierto el cuerpito, José constata que no es un varón. La criatura se mueve como reclamando su humanidad. Seguramente que es por el frío, pero José lo interpreta como una señal de pudor y la vuelve a envolver.
Vuelve a mirar a Miriam y observa sus lágrimas pero también su sumisión. Entonces se sienta a su lado, al lado de las dos mujeres, y decide dentro de él dejar de cavilar tantas cosas. No se atreve a decirlo para afuera, pero ya dentro de su corazón empieza a orar:
-Elohei Adonai, tuyo es el reino, el poder y la gloria. Tus caminos no son nuestros caminos. Que sea como tú desees...
Una niña los guiará, una mujer liderará al pueblo hacia Dios. No todo está pensado, mucho menos programado. La esperanza recién comienza con la conversión de esta joven familia. Miriam vuelve a sollozar porque espera algo bueno de todo esto. José, ahora justo, "guarda todas estas cosas en su corazón".
Juan José Barreda es peruano, pastor de la Iglesia Evangélica Bautista de Constitución en Buenos Aires (iglesia miembro de la Red del Camino). Tras hacer una Maestría en el Seminario Internacional Teológico Bautista de Buenos Aires, hizo su doctorado en el campo de Biblia en el Instituto Universitario ISEDET. Actualmente es Secretario de Publicaciones de la Fraternidad Teológica Latinoamericana y Coordinador de Bíblica Virtual.
Juan José Barreda Toscano
La hora del parto ha llegado. Lo sabe Miriam que siente el vientre como una piedra, las punzadas en su espalda la matan de dolor. Es pequeña, apenas ha aprendido a convivir con los inconvenientes del período de las mujeres y ahora esto del parto. La joven no se atreve a mirar a su marido porque no quiere incomodarlo, pero aun el pudor no es suficiente para evitar algunos gemidos de dolor. José la mira preocupado pero sin mutar. Ya conoce esa situación y no es que le falten ganas de ayudarla, es que cree que dichos dolores tienen un origen divino que no debe impedir.
-¿Te parece que ha llegado el momento? Le pregunta José.
-¡¡Me duele mucho!! -Le grita Miriam-
El tono de voz le molesta a José que no acostumbra permitir a su mujer hablarle de esta manera. Pero no le dice nada porque advierte que en situaciones de semejante dolor no hay precepto divino ni siglos de sumisión suficientes que ayuden a guardar la cordura. Con la preocupación de alguien que espera un hijo varón, piensa también en la salud de Miriam a quien empieza a amar. Entonces le pide a su hija que la acompañe por unos momentos porque irá en busca de una partera que ayude a Miriam.
Como hombre justo no debe tener contacto con una mujer en condiciones de tal impureza, ciertos fluidos han comenzado a salir del interior de Miriam. Por orden de su padre, Salomé acompaña a Miriam en la pequeña cueva donde todavía pueden sentirse los olores de los animales que la habitan usualmente. Pero ambas jóvenes, casi de la misma edad, están familiarizadas con tales aromas. Como muchas otras jovencitas -o debiera decir "niñas"-, tienen como responsabilidades de cuidar algún pequeño rebaño o el par de ovejas que posee la familia.
Miriam, ahora a solas con Salomé, se anima a expresar su dolor con gemidos más fuertes. No han tenido tiempo para conocerse, pero Salomé tiene un gesto de cariño y le pone a Miriam un paño de agua en la frente, la sostiene de la mano y Miriam la aprieta con la llegada de una nueva contracción. Un breve alivio le permite a Miriam mencionar el nombre de Adonai a quien pide ayuda para cumplir con el deber de traer a este bebé al mundo. Anhela en su corazón honrar a su esposo y con ello lograr el respeto de toda la familia de José como una mujer bendecida. Salomé sabe de esto, y a través de Miriam espera que pronto le llegue la hora de ser sometida al matrimonio y procrear hijos.
Jacobo, el hijo mayor de José, acompaña a su padre porque no quiere oír los gemidos de Miriam. José, el hermano menor, que tiene el mismo nombre que su padre, se distancia de la cueva porque no cree apropiado estar cerca a la mujer de su padre en tales condiciones. Todavía es difícil para ellos incorporar en la familia a una joven de su misma edad como esposa de su padre. Si bien es cierto no esperan mucho de ella, todavía es la esposa de su padre; y muy posiblemente la presencia de su hijo, su nuevo hermano, apresurará las decisiones de los hijos mayores a adquirir una mujer como esposa porque todo será más complicado en adelante.
José busca al mesonero al que antes pidió ayuda. Esta vez espera encontrar una mejor respuesta de su parte. En sueños un ángel le dijo que siga con Miriam porque su embarazo era fruto del obrar del Espíritu Santo y que la criatura que esperaba salvaría al pueblo de sus pecados. Ahora, llegado el momento del parto, José recuerda esta visión y desea que Dios lo ayude a encontrar una partera, tanto por Miriam como para evitarle darle la carga a su pequeña hija de cargar con la tarea del parto a riesgo de perder a su hijo. En otras circunstancias la ayuda en el parto la hubiera realizado una madre mayor de la familia; pero ellos están lejos, y no se conocen aún con los familiares lejanos que tiene en Belén. José y su familia son forasteros de Galilea, y dicha procedencia no es de las mejor catalogadas en el sur.
El mesonero vuelve a atender a José. Hasta ahí llega su cortesía, no tiene mayor interés en ayudarlo en resolver un problema de mujeres. Con todo, su esposa interviene en la charla y se ofrece a ayudarlos sin que su esposo haya dado siquiera autorización para que hable. Quizás -piensa José- es Dios quien moviliza tal intrepidez, y aunque debería de sentirse ofendido él mismo por tal acción indecorosa, prefiere ver la gracia divina detrás de la misma. José permanece sin quitarle la mirada al mesonero ignorando la propuesta de la esposa, pero el mesonero acepta y se retira. La mujer toma algunos jarrones y cuando piensa dirigirse a llenarlos de agua, José tiene la cortesía de ordenarle a Jacobo que lo haga. Entonces la señora va en busca de unos ungüentos y unas mantas que ayuden en el trabajo de parto y cuiden del bebé.
Esta mujer ya ha visto antes a toda la familia y supone que no tendrán mucho para los cuidados de Miriam. No se trata de cualquier tarea la que viene, en el regazo de esta mujer, en pleno parto, han quedado dormidas para no despertar más jovencitas de las que podemos imaginar. Las cosas son así, el nacimiento de más de un hijo significó la vida de su propia madre. Por cierto, el nombre de esta mujer es Raquel.
Miriam está tirada sobre unas esteras de palmas cubiertas con piel de oveja negra. Siente su visión oscurecerse, quizás por el dolor, quizás porque a través de una diminuta abertura ve desvanecerse, como fatigada, la luz del sol. Apenas higienizada, el frío comienza a hacerse presente pero la anima el hecho de ser madre, porque según lo cree, será una mujer completa al darle un descendiente varón a su esposo, el primogénito para ella. Salomé observa detenidamente toda esta escena y sabe que en pocos años estará pasando por lo mismo, le pide a Dios que le conceda también tener un varón.
Aunque se habló muy poco del tema -porque así debe de ser cuando se trata de una epifanía-, la familia tiene grandes expectativas del varoncito que el ángel anunció. Como todo hombre, piensa Salomé, al crecer será un hombre fuerte y honorable. Miriam lo imagina determinado en sus decisiones y capaz de liderar al pueblo. Y es que Dios los ha creado así -piensan para sí-, y es por ello que vendrá la salvación de los hombres.
Como corresponde, José acompaña a la esposa del mesonero hasta unos metros antes de la cueva y deja que las mujeres atiendan sus asuntos. Jacobo ha tenido que llegar más cerca por los jarrones de agua. El lugar estaba ya oscuro y el pesebre aún más. Entonces se ofrece a encender las lámparas pero la esposa del mesonero le dirige una mirada que le muestra lo inapropiado de su presencia en el lugar. Salomé se ofrece a hacerlo y Jacobo sale del lugar agradeciendo a Dios por ser hombre. José escucha los gritos de dolor de Miriam, y le viene a la mente el cometido del hijo que viene: "salvará al pueblo de sus pecados". "¿Cómo será esto?" -piensa José- Toda vinculación con su ascendencia davídica es tan ambigua que casi ni la recuerda. No le ha valido de nada a ninguno de sus ancestros conocidos. "No soy más que un carpintero sin ninguna experiencia militar, ¿cómo será mi hijo un salvador? Ni siquiera he podido darle a mi hijo un lugar digno para su nacimiento..."
Otro grito le advierte que el trabajo de parto ha empezado. José ya ha tenido cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. En el último parto la madre de sus hijos murió. Fue un profundo dolor para él, pero lo aceptó como lo hace un fiel israelita, porque en las manos de Dios está la vida y la muerte. Estos pensamientos silencian por un momento el oído externo de José y lo trasportan a lugares que no visitaba hacía mucho. Pero nuevos gemidos conducen su mirada hacia aquella cueva en la que se encuentra Miriam pariendo su hijo. Los gritos son cada vez más fuertes por lo que advierte que el bebé está por salir.
Dentro de la cueva Miriam está en cuclillas y es sostenida por Salomé que debe de hacer un gran esfuerzo para seguir sosteniéndola. Atrás van quedando para ella los juegos en el campo, las risas desprejuiciadas y otras libertades de la infancia, la permisividad de sus hermanos y los privilegios de su padre por ser la mujer de la casa. Ese parto está cambiando la visión del mundo de Salomé pues ahora sabe que en muchas manera su vida como mujer será cuestión de no dejarse morir.
Raquel ora a Adonai entregándole esta nueva vida y le pide también por la vida de Miriam. Por alguna razón Raquel pareciera saber que la criatura que está por nacer será especial. Miriam sigue pujando, Salomé sigue tomándola por la espalda rodeando el pecho de la mujer de su padre con sus brazos, la sostiene tan fuertemente que se siente una con Miriam:
-¡Sigue mujer que viene! ¡sigue! -Le dice Raquel-
Miriam apenas si puede oír la voz de esta mujer frente a ella de la que ni siquiera conoce el nombre. Se ha encomendado a ella por obediencia a su marido, y no soporta más los dolores. En su oración, la joven parturienta le había dicho al ángel que Adonai podía hacer con ella lo que quisiera. Las cosas se habían dado de tal manera que todo su espíritu de entrega estaba a prueba. Por su parte, la oración de Raquel se convirtió en una melodía cual ángeles dándole la gloria al Señor. Interrumpe y le guita:
-¡Empuja! ¡Empuja!
Un ardor en su parte íntima señala a Miriam que la cabeza de la criatura empezó a salir. Las mantas apenas alcanzan para limpiar los fluidos que caen. Nuevamente Miriam oye que le gritan:
-¡Empuja! Empuja!
José oye el grito y entiende que el parto está avanzado, pero no se acerca. Se aferra al suelo y queda allí sentado mirando al cielo. Las estrellas han surgido y se enseñorean de la noche. José conoce la situación de espera, ¿acaso debía de ser distinta esta vez? Si pensó que sería diferente, ahora ya sabe que no lo es. El largo viaje, la pobreza, el pesebre, la situación de injusticia, la ausencia de la familia, todo lo sorprende porque no pensó que viviría este momento con tantas adversidades. Su hijo José, a unos metros más allá, sigue sentado al lado de su hermana Lisia. El padre les ordena ir a buscar más agua, no porque la necesiten sino porque los quiere lejos de la escena. En eso Jacobo se acerca y le advierte que no se oyen más gritos. Pero tampoco escuchan el llanto del bebé. José guarda silencio absoluto y sólo escucha sus propios latidos que se intensifican. Entonces viene el llanto esperado. Es débil inicialmente y luego más fuerte. José abraza a Jacob que necesita saber que seguirá existiendo esa relación especial entre ambos. Juntos se acercan a la entrada del pesebre esperando que las mujeres limpien el lugar y que preparen al niño para mostrárselo al padre. Pero tardan, tardan más de lo esperado y vienen al corazón de José viejos fantasmas. Entonces se asoma Salomé y le dice a su padre que ambas están bien... Él la nota rara.
A su entrada, José puede ver a Miriam tendida sobre la estera. Raquel está sentada a los pies de la nueva madre y los acaricia queriendo calmar su dolor. Las iluminación es pobre, José no ve a la criatura sino hasta avanzar y pararse al lado de su esposa. La bella criatura está al lado de su madre enrollada en mantos livianos. Raquel decide salir de la escena, lo hace terminándose de llevar las últimas mantas usadas en el parto, y curiosamente lleva consigo una de las lámparas encendidas -quien sabe si lo ha advertido, pero deja el lugar aún más a oscuras-
Miriam acaricia a la criatura con ternura sin dirigirle la mirada a José. Éste lo atribuye a su piadosa vergüenza en vista a su condición de impureza. Después de unos segundos José se agacha y alza a la criatura. Miriam quiere decirle algo pero no lo hace. José le pide que descanse, pero no es cansancio lo que la traba, luego eleva una oración a Adonai dándole gracias por tener un varón y que este sea quien traiga la salvación a su pueblo. La honra que este bebé trae a su familia es tan grande que no le cabe en todo el recuento de su vida que parece transitar minuciosamente en unos pocos segundos. Se pone en cuclillas frente a Miriam y cuando se dispone a dejar a su hijo a su lado, ella le dice:
-No es un varón, es mujer.
José no le presta atención, y pone a la criatura al lado de su madre. Entonces Miriam mirando a su bebé le vuelve a decir tímidamente:
-No es un varón, es mujer.
José fija su mirada en Miriam queriendo entender por qué le dice tal cosa. Qué la lleva a decirle eso siendo que acaba de ver al bebé... Miriam le vuelve a decir:
-Mi señor: No es un niño, es una niña.
Esta vez José entiende pero no comprende. No es la oscuridad porque esta no hace estos juegos. Quizás por el cansancio Miriam ha confundido las palabras. José tiene dos hijas a las que cría como corresponde; pero este debería de ser un niño según le dijo el ángel en sueños. No puede ocultar su decepción. Miriam permanece con los ojos fijos en su niña y la acaricia como queriendo compensar algún tipo de rechazo.
Impertinentemente, afuera, los chicos alzan la voz para indicarle a José que Raquel se va, entonces éste decide dejarle la criatura a Miriam. No constata que se trate de una niña. No quiere hacerlo porque hay algo de ira en su corazón. Entonces se acerca a la salida y llama a Salomé para que entre a hacer compañía a Miriam, pero Salomé no está afuera. Ella ha estado todo el tiempo a un lado y él no lo había notado. Entre las penumbras José advierte tal situación y lo incomoda. Al querer dirigirse a su hija observa una mirada de tristeza, acaso, por testimoniar la decepción con la con la que su padre debió recibirla al nacer...
José sale. Sus hijos no le preguntan nada, esperan que el padre tome la iniciativa, pero él no les dirige la palabra y se distancia del pesebre... Se sienta unos segundos, luego se levanta y se aleja un poco más hasta sentirse solo.
Miriam abraza como puede a su hija, y con lágrimas en los ojos procesa la lluvia de imágenes que atraviesan su vientre y su corazón: los rostros lapidarios del pueblo, la conversación con sus padres ante la noticia del embarazo, la confesión a José y sus dudas, el horrible viaje a Belén, pero todo parece detenerse en el encuentro con el ángel... La sensación que tuvo frente a este ser, el peso de su voz, la angustia y posterior paz tras la noticia recibida. Su corazón comienza a latir más fuertemente cuando piensa en su respuesta al ángel pasan lentamente con colores, olores y sensaciones que la conmueven. La bebé parece sentir el corazón turbado de su joven madre y se mueve. Miriam prefiere focalizarse ahora en la vida que está en sus brazos. La mira, y a pesar de la poca luz, no se pierde ni un detalle de ella.
-¿Qué sueño fue ese? -piensa José-
Las preguntas de José responden a su sentido de justicia. Miriam le ha mostrado respeto y devoción. La duda sobre su propio sueño le hace cuestionar también la visión que tuvo Miriam en la que un ángel le habló del nacimiento de quien salvaría a Israel.
-¿Puede haberse equivocado el ángel? Pero ¿En ambos casos? -Se pregunta buscando alternativas, sin pasarle ni remotamente la idea que la salvación podría venir de una niña.
Ahora ve pasar unos pastores y pastoras hacia el pesebre y José se levanta como si fuera uno más de ellos. Los pastores preguntan por la criatura que acaba de nacer. Salomé, que ha salido del lugar, le dice que se trata de una niña y que reposa con su madre. Entonces, las mujeres entran a verlas y le dan una señal de reverencia contándoles que ángeles del cielo acaban de proclamar su nacimiento. Miriam no entiende lo que sucede. Lo cierto es que otra vez pareciera que la gracia de Dios la acompaña. La mujeres le desean lo mejor y agradecen a Dios el nacimiento de su hija. Es sorprendente, pero ninguna de ellas cuestiona el hecho que no sea un varón. Luego, salen del lugar y cuentan a los varones sobre la niña y su madre, y todos vuelven juntos alabando a Adonai mientras José permanece parado cerca del pesebre sin decir palabra alguna.
José no entiende cómo es que las cosas pueden presentarse de modo tan distinto a como las interpreta. A menudo se dice estar abiertos al obrar de Dios pero esto no sucede cuando las cosas no son como se quieren. Sí, está bien decir "querer", porque siempre hay posibilidades de vivir los cambios, sobre todo cuando se cree en un Dios que obra en nuestras vidas, que actúa en lo más profundo de nuestro ser y desde afuera, como un Otro. Las cosas pueden ser diferentes pero buscar en lo más íntimo lo mismo.
José, que ha observado todo esto, deja correr la noche en diálogo con las estrellas. Recién en la mañana entra al pesebre, y en un último gesto de duda sobre la capacidad de las mujeres aún para determinar el sexo de su bebé, la carga ver su sexo. Mientras la toma y le saca las mantas advierte que la niña tiene el cabello oscuro como el suyo y que su tez es trigueña como la suya. Está muy arropada, pero igual la sigue desenvolviendo. Miriam, que se ha despertado, no hace comentario alguno pero siente dolor. No dice nada, no debe incomodar a su esposo. Descubierto el cuerpito, José constata que no es un varón. La criatura se mueve como reclamando su humanidad. Seguramente que es por el frío, pero José lo interpreta como una señal de pudor y la vuelve a envolver.
Vuelve a mirar a Miriam y observa sus lágrimas pero también su sumisión. Entonces se sienta a su lado, al lado de las dos mujeres, y decide dentro de él dejar de cavilar tantas cosas. No se atreve a decirlo para afuera, pero ya dentro de su corazón empieza a orar:
-Elohei Adonai, tuyo es el reino, el poder y la gloria. Tus caminos no son nuestros caminos. Que sea como tú desees...
Una niña los guiará, una mujer liderará al pueblo hacia Dios. No todo está pensado, mucho menos programado. La esperanza recién comienza con la conversión de esta joven familia. Miriam vuelve a sollozar porque espera algo bueno de todo esto. José, ahora justo, "guarda todas estas cosas en su corazón".
Juan José Barreda es peruano, pastor de la Iglesia Evangélica Bautista de Constitución en Buenos Aires (iglesia miembro de la Red del Camino). Tras hacer una Maestría en el Seminario Internacional Teológico Bautista de Buenos Aires, hizo su doctorado en el campo de Biblia en el Instituto Universitario ISEDET. Actualmente es Secretario de Publicaciones de la Fraternidad Teológica Latinoamericana y Coordinador de Bíblica Virtual.
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